Su nombre es una referencia ineludible en el universo teatral, pero también una resonancia clave a nivel social, a partir de visionarios trabajos que despuntaron en la comedia y certeros análisis sobre la acuciante realidad que marcó la historia reciente uruguaya, o la hipocresía de la clase media. Este lunes, cuando circuló la noticia de que había fallecido Jacobo Langsner (1927-2020), muchos recordaron al dramaturgo y guionista de cine y televisión rumano que llegó a Uruguay en 1930, a los tres años, y se instaló definitivamente en Argentina en 1956 (con un lapso entre 1975 y 1982, cuando se exilió en España, e hizo una pequeña escala en Montevideo antes de volver).

“Para mí, Esperando la carroza tiene gustito a revancha. Todo empezó con una noticia en la sección de internacionales de uno de los diarios de la tarde”, le contó Langsner a Página 12 en 2008, y precisó de qué se trataba la nota “Nápoles: dos hermanos se pelean por el honor de velar a su madre”. Decía que la historia le había parecido tan graciosa y tan horrible que, “cultor” como era “del grotesco”, le “atrajo de inmediato”: “Qué hipócritas”, pensó, “seguro que nunca se habían ocupado de la madre y a último momento se desesperaron por salvar las apariencias”. Reconocía que escribirla le había llevado dos días, y cuando se la dio a leer a un amigo director de teatro, le aconsejó que la quemara. El estreno, en 1962, estuvo a cargo de la Comedia Nacional, dirigido por Sergio Otermin (luego, Jorge Curi la repuso en 1974, con una simbología aún mucho más evidente, que la mantuvo en cartel durante más de siete años). En 1985, Alejandro Doria la llevó al cine y la convirtió en un popular emblema cinematográfico, protagonizada por reconocidos actores de la escena teatral rioplatense: China Zorrilla, Antonio Gasalla, Enrique Pinti, Luis Brandoni, Juan Manuel Tenuta.

Este ícono de la comedia desnuda las complicidades de ciertos sectores con la dictadura militar, y la tensionada convivencia entre las distintas clases sociales, con el sello que acompañaría a Lagnsner a lo largo de su carrera, en la que se apropió, como nadie, del habla popular, con la que lograba registrar la esencia del presente y el imaginario nacional, al margen de la impostura y la solemnidad (entre los incontables diálogos que se recuerdan: “A Lourdes no voy más. Iba siempre... Traía agua bendita para tomar con el mate. Pero la última vez me dio una diarrea... Al final esa te cura de un lado pero te jode del otro”).

“Después del estreno, en Montevideo salieron críticas espantosas, les parecía ofensiva mi mirada sobre la clase media uruguaya (aunque yo pensaba en términos más amplios: uruguayos, argentinos, brasileños o italianos). Así y todo, fue un éxito total. Siete años permaneció en cartel: Montevideo, Chile, Brasil, Argentina. Al día de hoy continúan pidiéndome los derechos, no debe quedar un rinconcito donde no se haya representado”, le contaba el autor al diario argentino.

Una obra presente

En 1951 Langsner sorprendió con el estreno de su primera obra, El hombre incompleto, con la que comenzó su radiografía de la clase media, a la que le siguieron varias puestas que estrenó con el Club de Teatro y decenas de obras que marcaron la escena, como Un agujero en la pared, que en 1974 protagonizó Maruja Santullo en Montevideo y en 1985 China Zorrilla en Buenos Aires ‒en 1996 también Zorrilla, junto con Leonardo Sbaraglia, protagonizó la versión cinematográfica (Besos en la frente)‒; o Locos de contento, otro éxito de los 90 dirigido por Mario Morgan, con Óscar Martínez y Mercedes Morán.

Entre sus títulos más destacados se encuentran Pater Noster (1979, un drama concentradísimo que hace foco en la afrenta ante el poder ilegítimo, dirigido por Mario Morgan), otro texto central que escribió durante el exilio, mientras colaboraba con la televisión sueca y española, y que a mediados de los 80 fue llevada al cine por José Santiso (Malayunta, con Federico Luppi y Miguel Ángel Solá); La planta (1981, con dirección de Carlos Aguilera, que tuvo un éxito descomunal, y por la que Estela Medina se llevó un premio Florencio a mejor actriz), La gotera (1973), que dirigió César Campodónico en El Galpón poco antes del exilio, y que junto a El tobogán (1970, a cargo de Omar Grasso) y El terremoto, que se estrenó tres años después en Buenos Aires, cerrando la trilogía, evidencia las ironías domésticas y el derrumbe de la clase media.

En 2012, la Comedia Nacional versionó El tobogán: este debut en la dirección de Juan Worobiov, con uno de los últimos grandes papeles de Jorge Bolani en el elenco oficial, volvió a presentar esta comedia dramática sobre una familia que se enfrenta a la crisis económica del Uruguay de los 70. Una puesta sin fisuras que sólo contaba con el antecedente de Omar Grasso, que, según publicó Ángel Rama en Marcha, había convertido a 1970 en el “año de Langsner”, a la vez que convertía al costumbrismo en un modo de denunciar el deterioro de la sociedad uruguaya.

Resonancias

“Fue un dramaturgo que nos interpelaba y que a su vez nos comprendía con mucha piedad,” reconoce a la diaria Bolani. Aún, dice, cuando “desnudaba los costados más oscuros de la condición humana”, como la hipocresía, las falsas apariencias, la rapacidad. “A todo esto lo sentí muy fuerte como actor de El tobogán. Como también su sentido del humor grotesco y contundente”, agrega el actor, que considera esta puesta como un homenaje al autor.

Bolani recuerda que El tobogán les hablaba de un tema que a muchos los tocaba de cerca: “Preveía que en Uruguay se venían tiempos duros, ya que la obra es de inicios de los 60, y desliza parlamentos que tienen que ver con ese anticipo. Ese fue un matiz interesante del texto, que además tocaba temas como la vejez y la integración o desintegración de la familia, lo que le da cabida al personaje del abuelo [que él interpretó], que se pelea con los que más quiere”.

La idea de dirigir este texto surgió en un espacio de investigación que Mario Ferreira, director de la Comedia, instaló en 2010. “Así”, contaba Worobiov, empezaron “a soñar algo en conjunto”, ya que era una obra de la que él había escuchado hablar durante muchos años, pero no había tenido oportunidad de verla. Y decía que uno de los aspectos que más lo seducían era el modo en que la obra trabajaba los vínculos de una familia, y el ruido que se generó entre los que se exiliaron de Uruguay por la última dictadura y aquellos que se quedaron, al problematizar “quién se hace cargo” de aquellas cuestiones que quedaron pendientes.

Esto ya se planteaba en aquel entonces. En una entrevista que Hugo Achugar le hizo a Langsner en Marcha, titulada, “Langsner o el profeta en su tierra”, el dramaturgo señalaba: “Cuando algún crítico me enrostra la facilidad que tengo para hacer la denuncia desde Buenos Aires, no: la hice acá. Es una obra uruguaya; la hice acá, nació acá, porque realmente me sentía ahogado [...] Empecé a naufragar y me tuve que ir. Como le sucede a la mayoría de los uruguayos”.