El pasado 2 de abril –fecha en que se conmemora el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas–, la jefa del Comando Sur de Estados Unidos, generala Laura Richardson, arribó a Argentina para una visita oficial de varios días, que dejó varios hitos. Uno de ellos fue la promulgación por parte del presidente Javier Milei de una “nueva doctrina de política exterior” basada en una alianza estratégica con Estados Unidos que, según el mandatario, “inaugura una nueva época de las relaciones de Argentina con el mundo”. Ahora bien, más allá de la pretendida novedad (a tono con el carácter refundacional que propone el gobierno en todas las áreas de la sociedad), lo cierto es que el vínculo que se pretende lograr con la potencia del Norte parece rememorar el de la década de 1990, cuando el gobierno peronista de Carlos Menem asimiló su alineamiento con Estados Unidos con “relaciones carnales”, en palabras del entonces canciller Guido Di Tella.

Casi como una nota de color, el “lenguaje corporal diplomático” que expresó Milei durante la visita reveló una combinación de sobreactuación con subordinación. En un gesto disonante para lo que implica la investidura presidencial, fue Milei quien viajó a Ushuaia para reunirse con la generala Richardson. Si bien la jefatura del Comando Sur es un cargo importante dentro del aparato estatal para América Latina, no es ni de cerca equiparable al de un jefe de Estado.

Pero más allá de las cuestiones de protocolo y ceremonial, tanto en Ushuaia como en Buenos Aires Milei volvió a delinear una mirada del mundo similar a la que había esbozado en su participación en el Foro de Davos. Esta lectura afirma que hay una civilización occidental –cuyos valores fundamentales son la libertad económica y la propiedad privada– que se encuentra amenazada por la expansión del socialismo y el comunismo. En palabras del presidente argentino: “Las alianzas tienen que estar ancladas en una visión común del mundo y no deben someterse a los que atentan contra los valores de Occidente. Esto se funda en la defensa de la vida, la libertad y la propiedad privadas de las personas. Occidente, tal como lo conocemos, corre peligro en parte por darles la espalda a estas ideas”.

Aunque esta idea resuene anacrónica y remita a la época de la Guerra Fría, lo cierto es que es un ropaje que ha sido reciclado por Estados Unidos en el marco de la competencia global con la República Popular China. Desde hace varios años es frecuente encontrar en los discursos y documentos oficiales estadounidenses el señalamiento de que todo se reduce a una suerte de clivaje global entre democracias y autoritarismos. Por caso, la Estrategia de Seguridad Internacional de la Casa Blanca de 2022 tiene un apartado que directamente se titula “The Nature of the Competition Between Democracies and Autocracies” [La naturaleza de la competencia entre democracias y autocracias]. Mientras que las primeras se encuentran representadas por los países europeos, Japón, Australia y el hemisferio occidental, los autoritarismos son característicos de países de Oriente Medio y Asia, especialmente Rusia, Irán y China. Aquí es, de hecho, donde se expresa el meollo de la cuestión y el que explica que China haya sido el tema central que atravesó la visita de Richardson a Argentina.

Cabe destacar el fragmento del discurso en que Milei sostiene la existencia de una relación especial con el país del Norte: “Los argentinos como pueblo tenemos una afinidad natural con Estados Unidos. Ambos países pertenecemos a la tradición occidental, con una cultura, una historia política y una forma de vivir en sociedad en buena parte compartida. Una tradición que tiene en su base las ideas de la libertad, la propiedad privada, la vida, que fueron el estandarte de los padres fundadores de ambas naciones cuando diagramaron sus primeras constituciones”.

Lo interesante de este planteo es que, para el presidente argentino, la “relación especial” no está determinada por lo que hagan o dejen de hacer los gobiernos, sino que está basada en un conjunto de creencias compartidas, fuertemente arraigadas en ambas sociedades. En buena medida, esta posición entronca con aquello que el académico Roberto Russell definió como una “visión panamericanista” de las relaciones entre América Latina y Estados Unidos. Originada en la segunda mitad del siglo XVIII, esta visión se basa en dos supuestos. El primero es que existen valores, intereses y metas comunes entre las “dos Américas”. El segundo es que las naciones del continente americano tienen una “relación especial” que las distingue del resto del mundo. La última vez que se había esbozado algo parecido fue, no casualmente, a comienzos de la década de 1990, cuando Estados Unidos redefinió su política hemisférica mediante el relanzamiento de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la propuesta del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

Pese a las notorias similitudes, no todo es igual a lo que fue. De hecho, en los tiempos de las “relaciones carnales” esbozadas por el presidente argentino Carlos Menem, la “racionalidad” de la política exterior estaba más o menos clara: acoplarse a Estados Unidos era una forma de vivir en sintonía con un mundo que tenía un hegemón indiscutido y, a su vez, obraba como una llave para obtener crédito e inversiones externas, elementos vitales para el plan económico de los años 90. Hoy, además, Milei busca integrarse a un Occidente que está lejos de las veleidades antiestatales del presidente.

Otra diferencia es que en el escenario actual no se avizora un apoyo claro del gobierno estadounidense al programa económico mileísta. Esto se hace evidente en los reparos que viene manifestando el Fondo Monetario Internacional (FMI) para otorgar financiamiento, así como en la falta de apoyo a una eventual dolarización de la economía. Es cierto que la situación podría cambiar en caso de que Donald Trump vuelva a ocupar el Salón Oval en 2025. Pero esto revela otra particularidad de la política internacional del gobierno argentino: a pesar de que Milei sostiene que el núcleo central de su política exterior es la relación con Washington (independientemente de qué partido ocupa la Casa Blanca), en la práctica el presidente argentino ejerce una suerte de diplomacia “paragubernamental”, en la que se priorizan los lazos políticos con partidos, líderes y actores económicos que no gobiernan, desde figuras de la extrema derecha hasta empresarios como Elon Musk. En gran medida, el posicionamiento de Milei en la arena internacional es sumamente ideológico y superficial.

El mandatario argentino sigue considerando que el Estado es una “organización criminal” y ha insultado a mandatarios como el colombiano Gustavo Petro, a quien llamó “asesino y terrorista”, y el mexicano Andrés Manuel López Obrador, a quien llamó “ignorante”. También amagó, contra el ala económica del gobierno, con no comerciar con “comunistas” como China, socio comercial clave de Argentina. Su hiperbólico apoyo a Israel se basa también en cuestiones muy alejadas de la geopolítica concreta: además de su acercamiento a grupos jasídicos como Jabad-Lubavitch, ha señalado que su apoyo a Israel se debe a que “el máximo héroe de la libertad de todos los tiempos es Moisés”. Algo parecido ocurre con su apoyo a Ucrania como emblema de la libertad, mientras no repara en tejer vínculos con simpatizantes de Vladimir Putin como el periodista Tucker Carlson, cuya entrevista a Milei alentó una apoteósica movilización de sus seguidores libertarios. Paradójicamente, es un economista que propone una política exterior más orientada por ideas y creencias filosófico-civilizatorias que por la “racionalidad” de los intereses materiales.

Alejandro Frenkel es doctor en Ciencias Sociales y profesor de la Escuela de Política y Gobierno en la Universidad Nacional de San Martín. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.