Uruguay, como los demás Estados que integran la Organización de las Naciones Unidas, debe comparecer en forma periódica ante el Consejo de Derechos Humanos del foro mundial, para dar cuenta de su desempeño en la materia. Le tocó el miércoles de esta semana y el ministro de Relaciones Exteriores, Omar Paganini, realizó una intervención que conviene considerar.

Uno de los temas ineludibles en la revisión era el del sistema carcelario uruguayo, que en varias ocasiones ha merecido reproches y recomendaciones de especialistas nacionales e internacionales. Paganini alegó que presenta una “realidad heterogénea”, pero admitió que no ha sido posible resolver los problemas de hacinamiento, que según dijo vuelven “extremadamente difícil, si no prácticamente imposible”, en las cárceles que albergan a más personas, el desarrollo de actividades que “mejoren sustantivamente la reinserción social y disminuyan la reincidencia delictiva”. El asunto es por qué ocurre esto, y los motivos no tienen nada de misterioso.

Desde hace décadas se aumentan las penas, a menudo como reacción coyuntural ante la inseguridad. Los principales resultados no han sido disminuir la delincuencia, sino ubicar a Uruguay entre los países con mayor proporción de personas privadas de libertad, en condiciones que propician la reincidencia, y crear fuertes distorsiones de la coherencia y la proporcionalidad en el Código Penal.

Un ejemplo fue el artículo 74 de la ley de urgente consideración (LUC) aprobada por el oficialismo en 2020, que estableció una pena mínima de cuatro años de prisión, no excarcelable, por ingresar cualquier cantidad de droga a las cárceles.

Paganini reconoció en la ONU que esa norma causó un “aumento desproporcionado del número de mujeres condenadas por el llamado microtráfico de estupefacientes”, afectando “a una población especialmente vulnerable”, y señaló que ya se ha modificado. No mencionó que tal efecto fue previsto y señalado con alarma desde que comenzó el debate sobre la LUC, sin que el oficialismo entrara en razón, y que recién se modificó la ley en la Rendición de Cuentas del año pasado.

Por otro lado, el apetito electoral determina que ningún momento se considere propicio para asignar recursos a una mejora sustancial del sistema carcelario, no sólo desde el punto de vista edilicio sino también en lo referido a la dotación de personal suficiente y con buena formación para sus tareas.

A lo antedicho se suma que, si bien hay algunos establecimientos de reclusión satisfactorios, las desigualdades dentro de la “realidad heterogénea” que mencionó el canciller reproducen, demasiado a menudo, las que existen en el resto de la sociedad. A las mejores cárceles van con frecuencia las personas con mejor situación socioeconómica, y también, en el caso de la Unidad Nº 8 de la calle Domingo Arena, represores de la dictadura, que cometieron algunos de los crímenes más graves de nuestra historia. Crímenes cuyo esclarecimiento, condena y reparación aún es, en gran medida, otra gran deuda pendiente del Estado uruguayo en materia de derechos humanos, señalada desde la ONU.