Cultura
Quizá no haya otro largometraje uruguayo tan lisamente narrativo como éste, en el sentido de que una proporción enorme del peso está depositado en la anécdota, y la dimensión estilística está reducida a lo más funcional, no-llamativo. No es propiamente una película que pretenda lucir estándar, porque el “estándar”, pautado por Hollywood y la publicidad, es mucho más vistoso, mientras que aquí la cinematografía es austera sin llegar a hacer alarde de su austeridad (no se trata de “estética del hambre”). La fotografía (a cargo de ese gran talento que es Pedro Luque) es, dentro de los límites de una tecnología con definición no muy alta, muy linda, respetando sugerentemente las oscuridades de ambientes mal iluminados (un cuarto en que la única fuente de luz es una lamparita, o las varias escenas nocturnas en paradas de ómnibus). Pero no hay un regodeo con la plasticidad, tampoco el empeño por crear una marca visual peculiar y llamativa. La cámara está todo el tiempo en la mano y oscila levemente con la respiración del camarógrafo (sin ser el tipo de cámara en mano ágil, nerviosa y un poco caótica del cinéma-vérité). El montaje no tiene la velocidad que actualmente es usual pero reposa en planos largos, y las reglas del découpage clásico se respetan estrictamente. Con la excepción hecha de una escena de imaginación, todo es cronológicamente lineal y “objetivo”.