El niño que apenas comienza a decir palabras, que las aprehende, lo hace por un estímulo empático, amoroso. Ese niño (que luego seremos todos y en todas las edades), vive inevitablemente en la dimensión de lo inconmensurable; lograr por fin decir algo parecido a una palabra no es sólo una cuestión instrumental de referencia o significado (a fin de cuentas para él, un juego), sino que es, ya desde el inicio, algo mucho más importante, es integrar el universo dado por sus padres o sus vínculos amorosos, es “seguir siendo parte” -por medio de otros, con otros- del inmenso y misterioso mundo que ya lo ha cobijado, cuidado, amado desde su nacimiento.

Claro, puede haber excepciones y disfunciones en las crianzas, pero en general, y desde una mirada larga, antropológica, la educación es la continua reproducción de un primario esquema amoroso integrador que nos vuelve cada vez más humanos en la misma medida en que nos vuelve seres sociales, atados a un mismo destino y abiertos al misterio de simplemente vivir, es decir, a lo inconmensurable. Y es porque nosotros les damos especial importancia a ciertas palabras que los niños aprenden esas y no otras; la “lengua no tan mía” que les legamos y que Ruben Rada distingue de los pensamientos “míos” en su hermosa canción “Dedos”, y que quiero interpretar como “discurso”, es siempre un hecho social, histórico, no privado, es cosmovisión a la que queremos encarecidamente y por vías muy diversas que todos se afilien.

Es por la misma razón que luego, en la escuela primaria, los niños también serán extraordinariamente sensibles a otra “lengua” cercana a distinciones y jerarquías (notas, calificaciones, mejor/peor, inteligencia, etcétera), así como a mandatos de solidaridad y respeto por el otro, cuestiones no pocas veces contradictorias. Ellos buscarán con igual necesidad, urgencia y pasión por el misterio incorporarse al mundo que les hemos dado para vivir... aun cuando comienzan -cada vez más tempranamente- a ver en él diversidad y conflicto. Esencialmente esto es la educación.

Es con base en este sencillo argumento que se desprenden algunas cuestiones secundarias pero muy importantes cuando se habla de “transformaciones educativas”.

Es falso que el niño o el educando es -o deba ser- el “centro” del fenómeno educativo, ya que lo verdaderamente central es la reproducción social de la vida, es decir, la integración de las nuevas generaciones a una forma de vivir imaginada y sentida previamente como buena por todos o casi todos y, consecuentemente, por los niños y los educandos. Y no será tarea de educandos imaginar lo nuevo, sino de ciudadanos. Las transformaciones educativas del siglo XX, su temprana secularización y su apuesta cartesiana de duda crítica tuvieron en las escuelas, tanto como en todo el imaginario social (tengamos presente la producción de ficciones, por ejemplo), la misión de afirmar, como nunca antes, las potencialidades del individuo, la personalidad, el “genio”, el “autor”, el héroe (y el antihéroe), la originalidad, etcétera. No sólo para algunos elegidos, sino como dispositivo necesario para todos.

Esa cosmovisión habilitaría los quehaceres de una extraordinaria aceleración productiva, pero también la aparición de patologías muy peligrosas: en primer lugar, la de crear devotos sin divinidades, dispuestos a la idolatría de líderes políticos, sabios, “genios” y locos de diversa índole. La educación del siglo XX tendió -en líneas generales, ideológicamente- a una exaltación del individuo. Los espectaculares “logros” de la modernidad, su arte, su ciencia (los de su máscara que oculta el despojo colonial), se cimentaron en una confianza absoluta en el discurso liberal e individualista; más aún, para realmente aprender una ciencia, un arte o lo que fuera, debía el sujeto estar plenamente identificado con la dimensión inconmensurable de competitividad y destaque, eventualmente “eterno”, de su Yo. Tan atado está el avance de la “infraestructura” social con su “superestructura” simbólica que cualquier separación resulta una especie de malabarismo intelectual.

La educación no es el resultado exclusivo del “aparato” educativo, es decir, de sus instituciones, sus prácticas o sus saberes específicos. En ese sentido, las redes sociales, Hollywood, Google o Netflix son fuertes agentes educativos (y económicos) tanto o más importantes que las instituciones educativas, porque se ocupan, activamente, de sostener formas ideológicas mayormente dominantes sin necesidad de justificarlas o legitimarlas explícitamente.

En cambio, en el campo educativo, obligado a reflexionar sobre la legitimidad de las creencias a transmitir de una generación a la siguiente, es donde más intensamente quedan expuestas las contradicciones ideológicas de una sociedad y un estado de la cultura. Para muchos, la mejor educación posible es la que desarrolla la autonomía y la creatividad individual y para otros, como Paulo Freire, la emancipación de los oprimidos es una cuestión central que está en juego cuando hablamos de educación. Y es así, además, porque eso está en disputa, no hay un solo infinito posible. Por lo tanto, los conflictos en la educación son el reflejo de las disputas ideológicas en el seno de la sociedad, donde confluyen historia, cultura y ciudadanos (sean estos educadores o educandos, políticos, periodistas, artistas, productores, etcétera) con creencias y discursos muy diversos. Lo cierto es que, a fin de cuentas, todos necesitamos alguna forma de certeza, de vínculo firme que nos asegure pertenencia social, integración y legitimidad de nuestras creencias, y acciones como partes de un todo inasible y trascendente. Es decir, de continuidad amorosa con y para los demás, que experimentamos desde niños.

En principio, si no sabemos por dónde debería andar el mundo, no sería poca cosa afirmar la duda y ayudar a reconstruir -no sólo como docentes o estudiantes, sino como ciudadanos- el camino de superación del capitalismo.

A contrapelo de la ideología liberal e individualista dominante, durante la primera mitad del siglo XX, al interior del campo educativo (en todos sus niveles), se procesó un vuelco masivo contrahegemónico, acercándose a los reclamos populares, al socialismo y al anticapitalismo. En Uruguay eso estuvo favorecido por un sistema público que obligaba a compartir experiencias de vida muy distintas, y llegó un momento en el que los pobres ilustrados tuvieron mucho para decir. La importante adhesión de docentes y estudiantes (sobre todo, a nivel universitario en Uruguay) a las posiciones de izquierda fue profundamente revisada por las clases dominantes, impulsando el autoritarismo de la dictadura primero y el necesario acople al neoliberalismo en el mundo después, especialmente reafirmado con el derrumbe del “socialismo real”. Se trazó así un plan realmente exitoso: para que la educación volviera a sus carriles ideológicos se erosionó el sistema público bajando cada vez más su presupuesto, estimulando el surgimiento de colegios y universidades privadas para los más ricos. Era necesario fraccionar y reconfigurar el campo despolitizándolo, avanzando, poco a poco, en la disputa ideológica central: más competencias individuales, menos socialización de los medios de producción.

De igual manera, en el campo intelectual debía estimularse la mayor competitividad académica posible (esto es, entre individuos). Algo tan racional como el reconocimiento entre “pares” parecería obligar a sustentar mejores creencias por el camino de un estricto y profundo conocimiento disciplinar. Sin embargo, por esa vía, los mundos académicos y políticos han tendido a escindirse y, en la misma medida que los intelectuales compiten ferozmente entre sí para obtener prestigio, construyen su vida centrada en sus logros personales desligándose de la suerte de los más pobres. No es que lo quieran hacer, lo hacen.

El problema es que en Uruguay existe cierto rezago saludable de esta tendencia, en parte por la identidad histórica de sus ciudadanos de afirmar -una y otra vez- lo público en contraposición a lo privado y en parte también por la persistencia de cierta reserva utópica emancipatoria en la izquierda. Los sucesivos planteos de reformas educativas hasta llegar a esta (la más chatarra que pudo hacerse en Uruguay) es el resultado de un conflicto entre la universalización del discurso empresarial (éxito, competencia, eficiencia, pragmatismo, etcétera) y la tradición educativa igualitaria y humanista uruguaya.

Vivimos entonces la transformación educativa del neoliberalismo enfrentada a una izquierda que pintan de “trasnochada” por “trabar” la aceptación de normas de producción y reproducción de la vida vigentes en el mundo. Les encanta decir “así es el mundo” como si la sola existencia de algo fuera prueba de su legitimidad. Con este gobierno se da entonces la posibilidad de avanzar institucionalmente sin escuchar a los verdaderos sujetos de la educación, quienes, mayoritariamente, descreen de la mera adaptación al mundo contemporáneo. Sin poder calificar esa resistencia con precisión, lo cierto es que los docentes en Uruguay -de acuerdo con el importante trabajo intelectual y colectivo que han acumulado- no quieren o no pueden presentar a los más jóvenes como único posible un mundo en el que, según el Banco Mundial, la mitad de la población vive con menos de 5,50 dólares diarios, un mundo que sufre la sexta extinción masiva de especies y anualmente acumula catástrofes por un cambio climático derivado de la irracionalidad productiva y el consumo.

En un reciente debate televisivo sobre educación, un funcionario de gobierno reprochó a la oposición de los gremios y asambleas técnico-docentes por no presentar un plan alternativo. La objeción de un estudiante en el panel, sobre cierta imposibilidad de los docentes de elaborar autónomamente un plan, desligado de una necesaria propuesta de diálogo abierto por parte del gobierno, pareció reconocer que el monopolio de las iniciativas debe estar en quienes asumen los cargos jerárquicos institucionales. Claro que los docentes, como cualquier otro agente en la sociedad, necesita una nueva cosmovisión si la dominante se evidencia perimida. El reproche es pertinente, pero la acusación no da en el blanco. La ausencia propositiva no es responsabilidad docente, sino de la izquierda y sus organizaciones políticas, que, a falta de libreto propio, desde hace tiempo se inclinan por el programa mínimo de poner bajo la lupa el libreto de la derecha para enmendarlo progresivamente.

Acaso llegó el momento de afirmar propuestas realmente distintas y llevarlas adelante. En principio, si no sabemos por dónde debería andar el mundo, no sería poca cosa afirmar la duda, y ayudar a reconstruir -no sólo como docentes o estudiantes, sino como ciudadanos- el camino de superación del capitalismo desde la elaboración de un plan estratégico viable de mediano y largo plazo.

Recién en ese plano, plenamente significativo, veremos nuevamente desvanecerse la técnica y la burocracia, la administración, el tedio y la mera información, recobrando, una vez más, el antiguo y básico impulso que mueve a la educación hacia un inconmensurable universo por conocer. Pero que ya no sea en pos de destaques personales, sino para dar lugar a todxs, a la sobrevivencia de la especie, a la paz y la solidaridad en el mundo.

José Stagnaro es maestro de primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.