Carina Lavalleto, de 43 años, y su hijo Valentín Iglesias, de 20, forman parte de ese enemigo interno construido por el gobierno de Javier Milei en su cruzada contra todo lo que se mueva y huela a estatal. Ambos trabajaron en la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) hasta fines de marzo. Valentín lo hizo en la Unidad de Atención Integral (UDAI) de Boulogne, en la provincia de Buenos Aires, desde su apertura, en octubre de 2022. Carina fue administrativa en la Jefatura Regional Conurbano I, desde 2021. Ambos asesoraban a personas sobre jubilaciones, aportes patronales, pensiones por discapacidad o fallecimiento, licencias por embarazo, fondos de desempleo, ayudas escolares o tarifas sociales para pagar servicios, entre otros trámites.

El viernes 22 de marzo, Valentín escuchó aplausos fuera de la casa que comparte con su mamá en el municipio bonaerense de Tres de Febrero. Venía de cinco días con fiebre alta, afectado, como otros miles, por una epidemia de dengue que el gobierno dejó librada a las fluctuaciones del mercado. Encaró la puerta pensando que se trataba del médico laboral.

–¿Sos Valentín Iglesias? Tengo un telegrama para vos –disparó el empleado del correo sin correr la mirada del bolso. “Ah, no, pará, son dos”, corrigió sobre la marcha. Y entregó los sobres antes de perderse por la calle arbolada para repartir más telegramas.

“¿Y ahora qué hago?”, pensó Valentín. Contratado desde 2022, esperaba la comunicación, pero no la de su mamá, en planta permanente desde 2021. Entonces la llamó para contarle.

Carina consultó a sus compañeros. Los teléfonos de la Regional Conurbano I ardían: otras sedes de Anses avisaban que los telegramas iban cayendo como fichas de dominó en los trabajos y en los domicilios de las y los compañeros. El llanto se contagió, la gente se descompuso, hubo ataques de pánico. En la oficina de Boulogne nadie sabía de los despidos, hasta que Valentín llamó para preguntar. A las 11.00 del 22 de marzo, todas las claves de las computadoras de la oficina estaban bloqueadas.

“Este gobierno siempre afirmó que iba a destruir lo anterior”, dice. Aunque el ingreso a planta permanente mediante concurso le daba algo de tranquilidad, Carina sintió, por haber ingresado durante la gestión de Alberto Fernández, que una mira telescópica se había posado sobre su frente y la acompañaba.

No saber si, al apoyar el dedo, el lector los iba a aceptar (tal como había sucedido en despidos que se dieron en diciembre), sumado a esas amenazas constantes, dieron de lleno como un torpedo en el bienestar emocional de la Regional y las UDAI. Entre los cesanteados en Anses había personas con antigüedad, describe Carina; pacientes oncológicos que cumplían funciones aun durante su tratamiento; mujeres embarazadas; hijos de combatientes de Malvinas; familiares de personas fallecidas durante la pandemia.

En la oficina Boulogne trabajaban 27 personas: echaron a 12, todos de atención al público. Entre turnos asignados y espontáneos, recibían a 500 personas a diario. A partir de los despidos, los empleados de Anses iniciaron un diálogo directo con los vecinos para explicarles en qué consistía su trabajo y que no eran “ñoquis”, como pretende instalar La Libertad Avanza (LLA), el partido de Milei. Para Valentín, el afán del gobierno por vender la imagen de que “estamos dejando de pagarle a gente que no se merecía su sueldo” es parte de un show montado en el que un sector de la sociedad saluda los despidos apoyándose en los discursos de odio que LLA promueve desde la campaña presidencial, cuando prometió reducir al máximo la cantidad de ministerios.

“Nuestro trabajo se puede ver, se sabe cuándo entramos, cuándo salimos, cuándo ingresamos a nuestras computadoras, el tiempo de atención dedicado a cada persona”, afirma Carina. Cada oficina que se abre, agrega, es para que los vecinos que no pueden viajar a otro municipio, por no tener dinero o por cuestiones de salud, reciban ese beneficio que tienen por derecho en su barrio. La trabajadora estatal asegura que el daño va más allá de perjudicar al trabajador despedido o al vecino. Dice que le dan más ganas de luchar por la perspectiva de una futura privatización del sistema previsional.

La mamá de Valentín lleva el cuero curtido. En diciembre de 2001, cuando comenzaron los saqueos durante el gobierno de Fernando de la Rúa, atendía una sucursal de Supermercados X Descuento en Caseros. Trabajaba 16 horas. Cobraba con patacones, lecops y cupones para consumir en el propio negocio. Tenía 21 años. Carina mira videos del levantamiento popular de 2001. Dice que está pasando de nuevo, pero con un plan cuya violencia y odio es mayor, que sólo busca destruir. “Esto no termina bien”, concluye.

Al preguntarle qué le dirían a Milei si lo tuvieran frente a frente, Carina responde: “No sé si le quiero decir algo a él. Me parece que la charla debe ser entre nosotros como país, hacia adentro. Hay que hacerse cargo de lo que votamos. La violencia de Milei en sus discursos es el reflejo de una sociedad reaccionaria”.

Erika Lederer, de 47 años, se recibió de abogada en la Universidad de Buenos Aires. Durante casi 11 años se desempeñó como trabajadora judicial en el Programa de Mediación, Métodos de Gestión Participativa de Conflictos y Prácticas de Reducción de la Violencia en Ámbitos Penitenciarios, del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de Argentina. Recorría penitenciarías federales con el objetivo de reducir la violencia en ámbitos carcelarios.

El miércoles 3 de abril madrugó para atender a uno de sus dos hijos, que estaba con dengue. Más tarde se acercó al Ministerio de Trabajo para solidarizarse con compañeros cesanteados. El ingreso masivo al edificio de Avenida Alem cobraba fuerza cuando su teléfono sonó: un compañero del Ministerio de Justicia le avisaba que en la sede de Avenida Córdoba no podían entrar a trabajar.

Supuso, de inmediato, que su nombre estaría entre los despedidos. Apoyó el pulgar derecho sobre un lector de ingreso, con la esperanza puesta en la luz verde. La máquina de datos biométricos devolvió “acceso denegado”, en rojo. Dos policías la escoltaron hasta su sector. Intentó loguearse en su computadora: “acceso denegado”. Volvió a su casa para acompañar a su hijo.

A pesar de la licencia por familiar enfermo, regresó al ministerio, al día siguiente, en su horario habitual de trabajo. La historia del “acceso denegado” se repitió como farsa. Se quedó en silencio. Tomó aire y ganó la calle hacia el Ministerio de Defensa, donde comenzaba una conferencia por los despidos en el Equipo de Relevamiento y Análisis de Archivos de las Fuerzas Armadas, área encargada de investigar los crímenes del terrorismo de Estado argentino.

Aunque cumplía funciones para la cartera de Justicia, Erika estaba contratada por tiempo indeterminado por la Asociación de Concesionarios de Automotores de la República Argentina. “Este tipo de contrataciones las tendrían que haber saneado los gobiernos anteriores, que nos dejaron servidos en bandeja”, dice. “Teniendo que renovar contrato cada tres o seis meses, con el solo vencimiento quedás afuera sin indemnización y sin poder reclamar nada”.

El 9 de abril Erika recibió una carta documento que formalizaba su despido. Lo primero que pensó fue que se quedaría sin jubilación ni obra social. Dice que el gobierno de Milei realiza un ataque a la sociedad argentina en su conjunto. “No sólo me afectan en mi trabajo, también afectan la universidad pública en la que estudia mi hijo o la escuela privada a la que asiste mi hija con el aumento de la cuota. Desocupada no voy a poder dar respuesta a este ataque generalizado”.

El hermano y la madre de Erika a veces se han mostrado reticentes a ayudarla; la consideran una traidora por haber corrido el velo familiar para denunciar en la Justicia el accionar de su papá. En 2017, Erika junto con un grupo de familiares de represores durante la dictadura militar formaron Historias Desobedientes, colectivo que surgió para denunciar los crímenes cometidos por sus padres. Por eso considera que su despido forma parte de una persecución ideológica, por aquellos señalamientos. La abogada denunció a Ricardo Lederer, segundo jefe de la maternidad clandestina del Hospital Militar de Campo de Mayo durante la dictadura y partícipe en los vuelos de la muerte. Acorralado por la Justicia, el médico se suicidó en agosto de 2012.

Carina Gabriela Lavalletto y Valentín Iglesias.

Carina Gabriela Lavalletto y Valentín Iglesias.

Foto: Enrique García Medina

Erika asegura que sobre las espaldas de los trabajadores pesa el estigma de ser “ñoquis” o parásitos del Estado. “Nosotros somos el sostén y los garantes del acceso a derechos de las poblaciones más vulneradas. En el caso de mi trabajo, las poblaciones carcelarias y sus familias”, afirma.

La abogada advierte sobre las consecuencias del protocolo antipiquetes impulsado por el gobierno de Milei para impedir que la protesta social cope las calles: “Si vas a manifestarte y te cagan a palos, quizás nos encontremos de vuelta con un escenario de muertos como en 2001”. Consultada sobre la posibilidad real de resistir a las políticas impulsadas por el gobierno argentino, Erika sostiene que la capacidad de reclamar fue anulada por el kirchnerismo, que logró desarticular la organización y cooptó a los organismos.

No obstante, invita a organizarse y asegura que la Confederación General del Trabajo, la Central de Trabajadores de la Argentina y la Central de Trabajadores de la Argentina Autónoma demostraron no estar del lado de la clase trabajadora el 29 y 30 de abril frente al Congreso, al no movilizar ni llamar a un paro como herramienta para frenar la Ley Bases, que avasalla justamente al pueblo trabajador y a las mayorías vulneradas.

María Claudia Menéndez, de 60 años, es licenciada en Servicio Social. El área de Pensiones No Contributivas del Ministerio de Desarrollo Social fue su casa durante diez años desde 2007. Anduvo por el Chaco salteño, más allá de Tartagal, arriba de Aguaray, donde el Estado no había llegado antes; ella y sus compañeros arribaban haciendo tramos en camiones por rutas improvisadas de tierra. Si llovía, no podían salir. Iban en operativos conjuntos con agentes de la Anses.

Allí conoció la cara del dolor, de las personas con discapacidad, de la pobreza, de la miseria. “Todo funcionario público debería ir alguna vez a esos lugares. No podés gobernar ni planificar políticas públicas si no conocés el territorio”.

En 2017 se creó la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis), que incorporó bajo su órbita a la Comisión Nacional de Pensiones, espacio donde trabajaba María Claudia. Hasta el 28 de marzo, cuando la echaron, tenía categoría B9, cerca de la A reservada para funcionarios o coordinadores. Desde 2007, María Claudia estuvo encuadrada bajo un contrato de planta transitoria en el Estado. Los últimos seis meses la asignaron al Observatorio Nacional de Discapacidad para revisar la implementación de políticas públicas de discapacidad y hacer el seguimiento de la aplicación y cumplimiento de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. El grupo de trabajo se componía de una psicopedagoga, una comunicadora social, una politóloga, una trabajadora social y una administrativa. Con María Claudia desvincularon a la comunicadora social.

Tres días antes de recibir el correo electrónico de la Gestión Documental Electrónica (GDE) que la desligaba de sus tareas supo, por la “radio pasillo”, que su nombre figuraba junto con los de otros compañeros que serían despedidos de la Andis.

Estuvo en shock al principio. El primer fin de semana como desocupada lo pasó sola. Se encerró en su casa. No podía poner en palabras que la habían echado. En el silencio del departamento de Palermo su dolor fue tan grande que buscó saber qué había hecho mal para que nadie reconociera esos años de entrega en las comunidades originarias, donde no había agua ni para bañarse.

No tiene claro por qué le tocó a ella, pero está convencida de que alguien armó las listas de despedidos. Todo fue rumores, nadie dio una explicación. “Esta gente (por las nuevas autoridades) no nos conoce la cara”, dice, y deja caer el armado de las nóminas en manos de los directivos de la anterior gestión. Al cierre de esta edición, la trabajadora social no había recibido una notificación formal de despido. La desvincularon sin motivo. Ni siquiera le dieron la certificación de servicio en funciones. Tampoco le hicieron la liquidación final.

Para la empleada estatal, el contexto de fragilidad que enfrentan hoy miles de trabajadores tiene su génesis en los gobiernos anteriores, que no accionaron ni dejaron las cosas como debieron. “No puede ser que tengas a un empleado 18 años en planta transitoria. Siguieron contratando, en vez de regularizar esa situación. Es una secuencia de errores de las diferentes conducciones del Estado nacional. Nadie puede decir que hace tareas transitorias o eventuales durante 20 años. El Estado se pone a la par de un empleador particular, y un empleador particular que realiza contratos sucesivos genera relación de dependencia”, señala.

María Claudia no siente la necesidad de jubilarse. Dice que no es tan sencillo conseguir un nuevo trabajo a su edad. “Yo me tengo que jubilar porque me expulsan del sistema de un día para el otro. Iba a tener una jubilación mala, como la de todo el mundo, pero no tan mala como la que voy a tener porque me despidieron antes de tiempo”, sostiene. Le faltaban cinco años de aportes para jubilarse a los 65 años y percibir unos 500.000 pesos argentinos (570 dólares aproximadamente). Una abogada laboral le dijo que, ahora, cobrará 350.000 pesos. Le resulta imposible sostener expensas, servicios, comida con ese dinero.

En la búsqueda de trabajo que viene realizando en internet encontró que las ofertas del sector privado bajan el costo laboral, ofreciendo un montón de tareas por poco dinero. Trabajar implica salir todos los días de la casa, tener una organización, reflexiona, convencida de que esas estructuras sostienen. “De un día para el otro te dejan en tu casa, con lo que eso impacta en la salud mental. Te genera angustia no saber por dónde empezar”, comenta.

En Andis, como en la mayoría de las reparticiones del Estado, las cesantías se están aplicando con destrato. Ninguna autoridad o responsable habló con los trabajadores. Ningún despedido logró, hasta el momento, ingresar al edificio a retirar sus pertenencias o saludar a sus compañeros. “Era nuestro lugar de trabajo. ¿Dónde se ha visto que no te dejen entrar a un edificio público?”, se pregunta María Claudia. De una planta de 1.300 empleados, al menos 340 ya fueron cesanteados.

–¿Por qué cree que fue prendiendo esa narrativa que identifica a los trabajadores estatales como “ñoquis”?

–Hubo una colonización de mucho tiempo a través de los medios de comunicación. Hay una situación de odio que no se puede creer. Ves gente que aplaude los despidos y en 30 días no sabe cómo pagar la luz. Para armar esto, debés tener un enemigo. Y el enemigo lo armaron, primero, con los “planeros”. Los empleados públicos siempre fueron estigmatizados como vagos. Hay un montón de gente agazapada, con ideas de ultraderecha. Ya no da vergüenza discriminar. Odian a los pobres, a las personas con discapacidad, a los viejos.

María Claudia sabe que saldrá adelante, resolviendo. Dice que a veces el marco asusta porque te quitan el ingreso, te triplican la luz, el agua. Que un kilo de arroz vale 3.000 pesos.

–¿Hasta cuándo se puede soportar esa situación?

–Muchas de las cosas que se están haciendo no son democráticas. La respuesta de los dirigentes, de los sindicatos, es de pobre a vergonzosa. Creo que hay una crueldad extrema del gobierno de Milei. Hablan de los despidos como si fuera una fiesta. Hay un goce perverso de esta gente.

En Tres de Febrero, en Palermo, en Balvanera, las historias de los estatales despedidos se hilvanan y oscilan entre la angustia, la incertidumbre, la resiliencia y la resistencia.

María Claudia destaca el drama de quedarse en la calle: “Un despido te hace pelota la autoestima, te desorganiza, te hace sentir vulnerable”. Carina se refiere a la movilización que se desarrolló el 23 de abril, que las universidades convocaron para defender la educación pública. “En la marcha nos tenemos que mirar y debemos reencontrar nuestro sentido de reclamo ante las injusticias, de unidad”, arenga. Erika lleva una frase del documental Pina, producido y dirigido por Wim Wenders, en su brazo derecho: “Tanzt, tanzt, sonst sind wir verloren” (“Baila, baila, de otro modo estaremos perdidos”). Para ella, bailar forma parte del deseo en movimiento. Siente que el pueblo en las calles es poesía, baile y movimiento.