Atahualpa Washington Bocha Benavídez Aliano (el apellido familiar se escribe con z al final, pero su inscripción literaria es con s) nació en Tacuarembó el 3 de marzo de 1930. Era el hijo menor de un hombre respetado en su ciudad, procurador, masón, colorado riverista y exmilitar triunfador en la batalla de Masoller,1 Héctor Benavídez, quien también fue un guitarrista destacado que rescató muchas melodías para el musicólogo Lauro Ayestarán y tenía una participación frecuente en la radio local Zorrilla de San Martín, en programas folclóricos en los cuales luego lo acompañará, cantando, su hijo.

Hasta ese momento no parecía vislumbrarse que Washington podría transformarse en un objetor de conciencia de lo que ocultaba la sociedad tacuaremboense de los años cincuenta. El Uruguay latifundista estaba viviendo sus años de oro, los de la “tacita de plata”. Pero la “Suiza de América” tenía sus años de calma contados. Una sombra amenazante se cernía sobre ella.

Era un joven de vida bohemia junto con su grupo de amigos estudiantes no muy aplicados en la educación formal pero talentosos, como Gustavo Alamón o Walter Ortiz y Ayala. Benavides también tenía, y tuvo toda la vida, un apetito voraz por la cultura en su sentido más amplio, la música, la literatura y las artes plásticas. Además, no le gustaban los silencios cómplices que aparecían en las costuras de una sociedad injusta y desigual.

Luego de hacerse conocer por sus cualidades como cantor en la radio y en coros, demostró sus intenciones de convertirse en poeta. Nadie esperaba ese misil en la tranquilidad de la siesta pueblerina de Tacuarembó que fue Tata Vizcacha.

Muchos años después, un día en Montevideo, caminando junto con su hijo por Avenida Brasil y Bulevar Artigas, ambos dedicados a las tareas de repartir y cobrar libros para la editorial Banda Oriental, por los años ochenta (un lujo increíble del que disfrutaban los suscriptores), expulsado por la dictadura de su amor incondicional (junto con la poesía) de la docencia de literatura, se detiene de golpe y le dice: “Ves, Pablo, esa es la representación absolutamente errónea del Tata Vizcacha”. Le muestra una estatua de José Luis Zorrilla de San Martín (a quien el Bocha admiraba mucho), “porque el viejo Vizcacha es todo lo que está mal en la sociedad, es el no te metás, es el acomodo, el amiguismo, el secreto cómplice ante las injusticias. ¿Cómo va a ser representado como un Moisés, como un semidiós?”.

Lo que ocurrió con su libro de antipoemas, viéndolo a la distancia de casi setenta años, estaba cantado, porque los privilegiados nunca soportaron bien los cuestionamientos a la legitimidad de sus gracias. Se le suma la indignación de que nunca vieron venir el golpe, porque llegó de alguien que creían inofensivo, quizás hasta alguien de los suyos. Y entonces ardió la hoguera mucho antes que la pira real que quemó al Tata.

Fue calificado de “hereje, comunista, rojo, mal acompañado, ocioso y vago”.

Benavides sintió la tristeza de quien denuncia pretendiendo lograr cambios ante una realidad que no soporta y la respuesta fue la violencia pura y dura. Nada de debate, nada de confrontación, nada de intercambio de ideas, nada de democracia, en un abrir y cerrar de ojos aparecieron el Ku Klux Klan, Torquemada y McCarthy2 (en versión casi payasesca, pero que el fuego quemó de la misma forma) en plena plaza matriz de Tacuarembó, a pasos de la catedral, de la intendencia y de la jefatura de policía, y no pasó nada, no hubo denuncias ni investigaciones. Como si un auto de fe fuera cosa de todos los días.

Qué nos dicen esos ritos

Puede entenderse que años después del insuceso muchas personas insistieran en preguntarle: “Benavides, ¿a usted le quemaron su libro en plena dictadura?”, y que debiera aclarar, ya con una sonrisa cansada: “Nada de dictadura, fue en 1955, en una democracia que se pregonaba como ideal”.

Los días siguientes a la quema fueron de secretos a viva voz en el “pueblo chico infierno grande”. Y como dijo Benavides luego en otra canción: “Por un color me cerraron todas las puertas”.

Claro que se registra un suceso, menor en realidad, pero muy ilustrativo, dos días después de la quema. Para incinerar los libros, los integrantes del luego llamado Movimiento de Acción Democrática debieron comprarlos en las dos librerías existentes de la ciudad, lo que lo transformó en un verdadero éxito de ventas cuyas regalías les permitieron al poeta y a algunos de sus amigos comprar una botella de vodka en la cantina del Club Tacuarembó, en ese momento el club de los latifundistas.

El alcohol surtió efecto y, ante diversas provocaciones, se armó una trifulca que Benavides describió a las risas, aunque de forma muy literaria: “Walter [Ortiz y Ayala] estaba en el piso debajo de dos que le pegaban, pero desde ahí le gritaba al Coco [Chiesa]: ¡No cejes, Patroclo, que yo te apuntalo! ¿Se dan cuenta...? Él, Walter, ¡era Aquiles...!”. El resultado final: unos vidrios rotos, una expulsión del club y un suelto en un diario montevideano que identificaba la presencia de una turba “sovietista” que había causado destrozos en el lugar. Y nada más. Estas narraciones se vuelven parte de la épica que envuelve el hecho.

Para el muy parco y analítico Tomás de Mattos, alumno de Benavides en cursos de literatura, como todos los que se nombrarán, el suceso fue fundacional y pudo ser mucho más trágico si se hubiera intentado detener a los autores de la quema.

Isabelino Ariel Villa, fundador de la editorial Banda Oriental, creía que Benavides se había salvado por unos pelos de sufrir una golpiza, porque la organización fascista Tradición, Familia y Propiedad (TFP) se volvió, a partir de los años sesenta, muy activa políticamente, a instancias del ruralismo. Incluso tenía una sede tacuaremboense que luego fue utilizada por la organización de la Fiesta de la Patria Gaucha. En dictadura pudo verse salir desde ahí a grupos de muchachos con uniformes carlistas del falangismo español. Luego, sobre el fin de la década del sesenta, comenzó a operar en todo el país la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), una organización de extrema derecha caracterizada por su violencia.

La quema no pudo frenar la avalancha de creación que supuso lo que Carlos Martins bautizó como Grupo de Tacuarembó, quizás incluso funcionó como abono de tanto florecimiento posterior (ver Lento, marzo de 2024). Porque como alertó Bertolt Brecht: las hogueras siempre estarán listas para los “libros perjudiciales”, pero lo que jamás debe faltar son textos valientes listos para enfrentarse al fuego.3

Así que los músicos Numa Moraes, Carlitos Benavides, Eduardo Larbanois, Eduardo Darnauchans y Carlos da Silveira, los poetas Víctor Cunha y Eduardo Milán, entre unos cuantos más, entendieron, años después, en sus exilios, proscripciones y cárceles, lo que ese “huevo de la serpiente” de 1955 había significado. Eran jóvenes que habían recibido el legado cultural de José Tomás Mujica, Anhelo Hernández, Walter Domingo, Dumas Oroño, Julio Alpuy (ver Lento, enero de 2024).

Tres ediciones y una canción

El libro Tata Vizcacha tiene tres ediciones. La primera, condenada al fuego, es de 1955, de Imprenta Rego, de la que se salvaron unos pocos ejemplares. La segunda es de 2012, de Yaugurú, con algunas imágenes, un prólogo del propio Benavides y otro de Agamenón Castillo. También incluye el comentario del libro realizado por Martha Valentini, publicado en 1955 en Justicia, una entrevista realizada al autor por Elder Silva para La hora en 1986 y unos comentarios sobre el texto de Walter Ortiz y Ayala. La tercera es una edición de bolsillo de Solazul de 2022.

Tata Vizcacha posee un texto introductorio a modo de justificación, y luego comienza el desfile de personajes del pueblo: un perro de juzgado, el director del periódico, un abogado, una madre ejemplar, una alcahueta de pueblo, ruines de varias especies, el estanciero, un pobre adolescente callejero que pretendió ser poeta, un burgués ostentando su auto, Mercedita, el empleado municipal orgulloso de su pertenencia a la clase media que sueña en acomodar a sus hijos, un mezquino profesor liceal, un almacenero ladrón, artistas habilidosos y tránsfugas, el lustrabotas loco, el sufrimiento del honrado, un sobreviviente de las guerras civiles. Se trata de las dos caras de una sociedad, los exitosos y los marginados, los miserables que logran el reconocimiento social y los pobres a los que les toca sufrir.

En 1997, el cantautor Carlos Benavides, sobrino de Washington, rompe el silencio en el que estaba sumergida la historia de la quema del libro y publica “La balada del libro quemado” en el disco titulado Enhorabuena. Su autor la describió como una canción ajustada a lo que el Bocha definía como canto popular, mezclando instrumentos, utilizando baladas y armonías del rock y folclóricas, con una fuerte presencia de la guitarra eléctrica. Apela al uso de recursos que en cierta manera quiebran un estilo, porque lo rockero quiso representar la rebeldía misma del libro, ajustada al género musical:

Y ardía la poesía ese día, el viento la esparció en cenizas, pero más bien digo semillas. 1955 que se reunieron, medio reales y apellidos, porque Tata Vizcacha, de humilde imprenta, libro de versos, les era un campo de rosetas; y su poesía el día encendía, de la plaza a la serranía, del monte a las avenidas, calandria es y cina cinas. Tata Vizcacha, de Benavides, se lo quemaron en 1955, en la plaza 19 de Abril de Tacuarembó, no lo olvides.

Fue escrito para que lo leas

El poeta Heinrich Heine advirtió, en el comienzo del siglo XIX, que allí donde se queman libros luego se termina quemando a las personas. Cien años después, Sigmund Freud, al enterarse de que sus libros habían sido quemados por los nazis en el Berlín de 1933, ironizó diciendo que se había progresado mucho: antes lo hubieran quemado a él mismo. No podía advertir en ese momento el horror que se avecinaba, así como tampoco quienes presenciaron la quema del Tata Vizcacha, y tampoco quienes luego lo negaron podían imaginar lo que iba a suceder en el supuesto Uruguay ejemplar y modélico, republicano y democrático.

Foto del artículo 'Historia de un libro quemado'

La destrucción de textos existe desde el inicio mismo de la escritura. Fernando Báez reconstruye la historia de la llamada biblioclastia, es decir, la destrucción deliberada de libros, desde las tablillas sumerias hasta la actualidad.4 En ese recorrido, algunos acontecimientos destacan por su importancia, como por ejemplo la practicada por la Inquisición española con los textos llamados herejes, en la misma Europa y luego en América, cuando destruyó los códices aztecas y mayas, produciendo un daño cultural incalculable. Inquisición que supo combinar la quema de libros con la quema de personas. En el siglo XX, los nazis en Alemania, el fascismo español y el italiano, el estalinismo, las dictaduras argentina y uruguaya también aplicaron el método de quema de libros, pero también lo hicieron sociedades que se pretendían democráticas, como por ejemplo la estadounidense. En todas estas situaciones, el argumento más o menos fue el mismo: entendían que el libro destinado al fuego era un elemento degenerado, un agente contaminante y perturbador de un orden, y que debía ser aniquilado por las llamas.

Allá lejos y hace tiempo

El 16 de julio de 1955, La voz del pueblo, el diario de mayor tiraje de la ciudad de Tacuarembó, en un espacio contratado, anunciaba la reciente fundación del Movimiento de Acción Democrática y presentaba a sus autoridades, todos varones de lo mejor de aquella sociedad. Unos meses antes habían sido los responsables de la quema de Tata Vizcacha. Se autodenominaba como un movimiento de “jóvenes comprometidos con el bien de la sociedad”, en un tono típico y ajustado al anticomunismo de los años cincuenta, es decir, de plena Guerra Fría. Anunciaban que la fundación había ocurrido dos días antes, reunidos en una asamblea un “grupo de estudiantes de probada fe democrática”, y debido “al imperio de críticas circunstancias, por la existencia de verdaderos rusófilos que se proponen deslizar en el estudiantado y en la sociedad toda, un germen nocivo y extraño al sentimiento tradicional del pueblo uruguayo, el desapego a sus instituciones y las infiltraciones de normas e ideologías foráneas”. Subrayaban que los jóvenes eran arrastrados hacia “el comunismo, el nacionalismo extremo, el anarquismo infecundo y el socialismo renegado”. Entendían que, al estar ante “deplorables convicciones políticas que minan la moral del estudiantado”, que apelaban al uso de “ideologías malvertidas, procaz anti civilizatorias, ofendiendo el ideal patriótico”, debían actuar. Era el MAD. Benavides, que supo jugar con el significante en otros idiomas, destacaba aquí la coincidencia de la sigla del movimiento con la palabra loco en inglés.

El tiempo se ha dormido a la luz del atardecer

Umberto Eco estableció que el fascismo es un sistema “filosóficamente desvencijado”, pero muy fuerte en términos emotivos. El ur fascismo, un fascismo eterno e intemporal, incluso con contradicciones entre sus distintas formas, puede aparecer en lo que Eco llama la “nebulosa fascista: culto a la tradición, rechazo al modernismo, individualismo y culto a la acción y al pensamiento crítico, miedo a la diferencia, obsesión por el complot”. Ante esa constante presencia de “enemigos”, el desacuerdo es entendido como “traición” y florecen el elitismo, el nacionalismo, el sentimiento de heroicidad y la exaltación masculina.5

Ahí está el caldo de cultivo para “una práctica social” caracterizada por una movilización violenta dirigida —como dijo Daniel Feierstein— a estigmatizar, hostigar y perseguir a quienes considera una amenaza. Porque el mito fascista, amparado en su facilidad para “transformarse en sentido común”, siempre culpa al otro de la violencia que causa.6 Y si la violencia es, por definición, la marca fascista, esta no se restringe al nivel declarativo, sino que se expresa en actos como la quema de libros.

El psicoanálisis supo señalar la erótica de la quema y los goces del fuego, como también se evidencia en la célebre novela Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury. Algo que también comprendía Benavides, que cuando miraba junto con sus amigos la quema del Tata desde una esquina de la plaza, y queriendo estos intervenir, les dijo: “Dejen que se diviertan”.

En distintos lugares otros libros se hermanan por el fuego con Tata Vizcacha. Desde Dublineses, del irlandés James Joyce (quemado en 1912 por su editor, quien solamente salvó un ejemplar de los 1.000 impresos, por considerar que usaba un “lenguaje inapropiado”), hasta Las uvas de la ira, del estadounidense John Steinbeck (quemado en diversas piras públicas en su país, en 1939, por contener “ideas peligrosas”). Un poco más cerca de nuestro país, también en 1939, fue quemada en plena dictadura de Getulio Vargas la novela Capitanes de la arena, de Jorge Amado, que describe la vida callejera y miserable de una banda de niños y jóvenes en la Bahía de principios de siglo XX y cuestiona la realidad de su país y sus desigualdades, eternas y brutales.

Canción de muchacho

Fiero es de mirar a la puerta
y no verle la salida.
El mundo de los mayores
es una foto amarilla.
Qué nos dicen esos ritos
la mentida ceremonia.
El deber o la carrera
liberal, casos o cosas.
Palabras que empapelaron
la realidad vergonzosa:
prosperamos con la guerra
muertos de Corea o Europa.
Qué nos dicen los ministros
los señores de la prosa.
Dirán que los altos fines
exigen fosas bien hondas.
Fiero es de mirar a la puerta
y no verle la salida.
Pero hay que salir ¡coraje!
porque afuera está la vida.

Texto de Washington Benavides, musicalizado por Eduardo Darnauchans.

Un fantasma recorre Uruguay

Según establece Magdalena Broquetas, el anticomunismo, en un fenómeno de carácter mundial, ofreció el marco propicio para descalificar individuos y también grupos sociales, pretendiendo justificar determinadas respuestas represivas y violentas, siendo claramente algo mucho más abarcativo que un simple rechazo al comunismo como sistema o a un partido.7 La categoría comunista quiso denominar a cualquier individuo o grupo que significaba alguna amenaza al orden social. Ya desde la década de 1920, agrega la investigadora, fue representado como una “manifestación ajena al estilo de vida y a la idiosincrasia nacional”. Luego, a partir de los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, se volvió una verdadera obsesión en los centros de enseñanza públicos, configurándose en un fantasma continuo que amenazaba a los estudiantes. El anticomunismo se nutrió también de la rusofobia presente históricamente en Occidente, algo que, según José Faraldo, se sostuvo sobre el mito de una Rusia expansiva, autocrática y despreciativa de los valores de Occidente, representada como un oso salvaje y peligroso.8

Rodrigo Patto analizó que en Brasil, tan cerca de la norteña Tacuarembó, a los comunistas se los representó como “nefastos, violentos, ateos, amorales, extranjeros, traidores, diabólicos y tiránicos”.9

Quienes estudiaron la realidad uruguaya10 señalaron que múltiples actores políticos, parte de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia, así como distintos grupos que configuraban la sociedad civil, evidenciaron “un anticomunismo intenso”, atribuyéndose, para sí, la posesión de lo que llamaban el “fervor democrático”. Entendían que se enfrentaban a un enemigo interno extremadamente peligroso que pretendía operar en la sociedad y en la educación, y al que había que confrontar no solamente en el plano político, sino sobre todo en el plano social y cultural.

La década del cincuenta fue testigo de una profunda crisis económica, un acentuado aumento de la inflación y un estancamiento productivo, que incrementó la conflictividad social y se tradujo en múltiples huelgas y una radicalización general. Todos los actores de la derecha nacional pretendieron ver al comunismo en todas partes como el gran agitador de los conflictos sociales que buscaba destruir la sociedad y la política nacional.

Foto del artículo 'Historia de un libro quemado'

En el segundo tomo de Historia de los conservadores y las derechas en Uruguay, de Magdalena Broquetas y Gerardo Caetano, se reproduce un dibujo extraído de La Tribuna Popular del 27 de diciembre de 1936. Allí, un gaucho montado en su caballo se despide de una mujer parada en la puerta de un rancho en el campo. Bajo el título “La campaña se prepara”, se hace decir al personaje de la imagen “parece que vamos a tener que dar leña”, mientras en el horizonte dos figuras con una bandera comunista arrean ganado. En uno de los poemas de Tata Vizcacha, Benavides describe al estanciero Heraclio Cabral, “señor de carajos y patadas”, que mira orgulloso el “mapa azul de su latifundio”. Indignado con los “carajitos rojos que vienen a hablar de repartija de tierras”, el estanciero afirma que esos campos son suyos y que, como es “macho y los pone en vereda”, se prepara para enfrentarse a los rojos si llegan a venir.

Tata Vizcacha tiene un notable valor etnográfico, al describir, en términos literarios, una época y un mundo. Benavides habla como un otro, como una especie de extranjero que puede decir la verdad tras la máscara social en la que se esconde la verdadera naturaleza de cada personaje, en poemas en los cuales los descritos se pudieron reconocer con claridad. Es que Benavides operó en la sociedad tacuaremboense de la época, y lo siguió haciendo luego, y volvió a pagar por ello años después, como una suerte de Sócrates rodeado de discípulos. Al igual que sucedió con el filósofo griego, también a él lo acusarán de corromper a los jóvenes con sus enseñanzas y cuestionar a los viejos dioses, adorando nuevos. Aquellos muchachos que lo rodearon así lo entendieron, y a Benavides mismo le gustaba pensarse así, porque, a pesar de ser quien era, todos los que lo conocieron afirman que en ese grupo era uno más. No actuaba como una especie de líder, sino como alguien que distribuía sus textos de acuerdo con las personalidades y las subjetividades de cada uno.

El poder de insurrección del libro

En el capítulo sexto de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, el cura, el barbero y la ama se dirigen a la biblioteca del protagonista de la historia, buscando a los culpables de su locura, los libros, para llevarlos al corral y prenderlos fuego. Mientras hacen la tarea de selección de lo que ha causado tanto mal, se sienten fascinados por algunos de ellos y deciden salvarlos de la destrucción definitiva. Cervantes presenta al libro como un objeto poderoso con poder de insurrección y subversión de lo real.

Tata Vizcacha es un libro político y de denuncia, y una insurrección frente al orden social, político y a la cultura hegemónica; es un libro subversivo en el que los poderosos son desenmascarados en su verdadera naturaleza y los pobres infelices resignificados y valorizados. Su quema pública también fue un acto político. Fue un acto de fascismo cultural que pasó desapercibido por la sociedad de aquella época, pero que anunciaba en cierta medida el Uruguay que se avecinaba.

Años después, el autor de ese libro, al igual que muchos otros, fue destituido de sus cargos en la enseñanza pública, censurado de muchas maneras y clasificado como ciudadano de categoría C, que fue una forma de decretar la muerte civil para muchos.11

Jorge Luis Borges, en el final de Historia de la eternidad (1953), recuerda las últimas palabras, ante los jueces y luego de ser condenado a la hoguera, de Miguel Servet, ese médico, científico y teólogo español que abogó por la tolerancia y la libertad de conciencia, que hace quinientos años afirmó que “ninguna autoridad tiene el derecho a imponer sus creencias ni poder limitar la libertad de pensamiento: Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad”. Como le dijo el Bocha a su sobrino Carlos, sobre el final de su vida, aún “hay mucha cosa para cantar”.

Pablo Benavídez es profesor de historia egresado del Instituto de Profesores Artigas y artista plástico. Fabricio Vomero es psicólogo, magíster y doctor en Antropología.


  1. Batalla del 1o de setiembre de 1904 tras la que muere el caudillo blanco Aparicio Saravia. Fue decisiva para el final de las guerras civiles de su tiempo. 

  2. Ku Kux Klan, grupo supremacista blanco estadounidense. Tomás de Torquemada (1420-1498), inquisidor de la iglesia católica en España. Joseph McCarthy (1908-1957), senador estadounidense impulsor de la persecución a comunistas (o sospechosos de serlo), conocida como “macartismo”. 

  3. Bertolt Brecht, Poesías (Ediciones de la Banda Oriental, 2017). 

  4. Fernando Báez, Nueva historia universal de la destrucción de libros (Océano, 2013). 

  5. Umberto Eco, Ur fascismo (Lumen, 2018). 

  6. Daniel Feierstein, La construcción del enano fascista (Capital Intelectual, 2019). 

  7. Magdalena Broquetas (coord.), Historia visual del anticomunismo en Uruguay (1947-1985) (Udelar, 2021). 

  8. José Faraldo, Rusofobia (Cataratas, 2023). 

  9. Rodrigo Patto, En guardia contra el peligro rojo. El anticomunismo en Brasil (1917-1964) (UNGS, 2019). 

  10. Magdalena Broquetas y Gerardo Caetano, Historia de los conservadores y las derechas en Uruguay, tomos 1 y 2 (Ediciones de la Banda Oriental, 2022). 

  11. Dedicado a la memoria de Carlos Vassallucci (Tacuarembó 1948-2019). Maestro, profesor de matemáticas en educación secundaria, fue condecorado por la dictadura uruguaya con la categoría de ciudadano C y con su destitución. Atesoraba una edición fotocopiada de la original de Tata Vizcacha, a la que consideraba una obra maestra.