La proyección moral e intelectual, la influencia económica y el poder militar permiten satisfacer sin esfuerzo los intereses de las potencias dominantes. El mundo occidental ha utilizado, y en ocasiones abusado, de este predominio, Estados Unidos en primer lugar. Pero, durante mucho tiempo, la Unión Soviética (URSS) también se benefició de una influencia ideológica real, apoyada por una doctrina emancipadora y una potencia militar basada en su arsenal nuclear. Los países occidentales vieron entonces sus libertades descritas como formales, su economía como capitalista y su política exterior como imperialista.

El cambio en el equilibrio de poder a favor de Occidente se materializó con los Acuerdos de Helsinki de 1975 firmados por la URSS, los países europeos, Estados Unidos y Canadá. El Acta Final confirmó la inviolabilidad de las fronteras (y no su intangibilidad, como deseaban los soviéticos, que querían excluir cualquier modificación, incluso negociada o decidida democráticamente), abogó por la cooperación económica –necesaria para la Unión Soviética– y, sobre todo, por la libre circulación de ideas, información y personas (la famosa “tercera canasta”)1. En realidad, este tratado marcó el principio del fin de la URSS: su legitimidad ideológica se evaporaría de forma gradual y su poder económico se debilitaría hasta la caída del Muro de Berlín y la desintegración del imperio soviético.

Lo que está sucediendo hoy en Ucrania y Gaza refleja un cambio en el equilibrio de poder, que comenzó mucho antes de los propios acontecimientos y que puede considerarse un punto de inflexión histórico: la pérdida del predominio del mundo occidental en los planos militar, económico y axiológico (de los valores).

En 1953, hubo un “empate” en Corea. Pero desde 1945 la mayoría de las veces Occidente ha sido derrotado en guerras que han tenido lugar en el Sur (Vietnam, Afganistán, etcétera) e, incluso cuando ha salido victorioso (Irak en 2003, Libia en 2011, etcétera), sus intervenciones más o menos puntuales condujeron al caos2. Sólo ha tenido éxito en unas pocas operaciones “policiales” (República Dominicana en 1965, Panamá en 1989, etcétera) o en misiones que han gozado de una amplia legitimidad internacional, a menudo concretada en resoluciones de las Naciones Unidas (ONU), como la primera Guerra del Golfo, en 1990. Justificadas de diferentes maneras (lucha contra el terrorismo o el narcotráfico, injerencia humanitaria, incluso consideraciones geoestratégicas), estas guerras tenían en común el sentimiento de omnipotencia occidental. Cada una de ellas llevó a los gobiernos occidentales a negociar su salida al cabo de unos años, cuando consideraron que estas operaciones, a falta de victorias reales, ya no eran “sostenibles”. La retirada de las fuerzas estadounidenses –que a veces adoptó la forma de auténticas debacles, como en Vietnam en 1975 o en Kabul en 2021– fue ciertamente el resultado de decisiones políticas, basadas en consideraciones presupuestarias o electorales, pero sobre todo trasuntó la imposibilidad de ganar.

Un acontecimiento reciente ilustra la continuación de esta inflexión en el equilibrio de poder: la interrupción de la navegación en el Mar Rojo por parte de los hutíes de Yemen armados por Irán3 no pudo ser contrarrestada. El comercio marítimo mundial –el 20 por ciento de los contenedores pasa por el Canal de Suez– se vio penalizado con fuerza, con Egipto seriamente debilitado. Tras descartar cualquier intervención terrestre en un Yemen que lleva diez años en estado de guerra permanente, Occidente se ha visto obligado a intentar limitar los daños mediante dispositivos antimisiles transportados por sus flotas que navegan por el Mar Rojo. Frente a guerreros equipados con misiles y drones suministrados por los iraníes, el poder tecnológico y militar de británicos y estadounidenses apenas influye en el curso de los acontecimientos. Sólo un alto el fuego en Gaza, una condición política impuesta por los hutíes, podría poner fin a esta profunda desestabilización. Ya pasó la época en la que Occidente podía intervenir con facilidad y luego retirarse: las tecnologías militares ahora son compartidas por muchos países del Sur, por ejemplo, los drones iraníes o turcos...

Ineficacia de las sanciones

Occidente también está perdiendo la batalla de los valores. Si las opiniones públicas en el Sur se vieron conmocionadas por los excesos del 7 de octubre –India fue sin embargo una de las pocas capitales que expresó simpatía hacia Israel– su atención se centró con rapidez en los bombardeos a gran escala en Gaza. Las 34.000 víctimas de la Franja, el 70 por ciento de las cuales han sido mujeres y niños, los signos de hambruna y de epidemias, los obstáculos puestos a la ayuda humanitaria, la destrucción sistemática del patrimonio, llevaron al tema de los rehenes a un segundo plano, mientras Israel persiste en su ofensiva. La postura diplomática estadounidense ciertamente ha evolucionado en el Consejo de Seguridad de la ONU, desde el veto a un alto el fuego hasta la propuesta de una simple tregua (bloqueada por Rusia y China) para al fin ratificar –absteniéndose– la resolución del 25 de marzo que exigió un alto el fuego y la liberación de los rehenes, para gran decepción de Israel4. Múltiples factores explican este cambio (la presión del electorado demócrata y de ciertos regímenes árabes preocupados por su estabilidad, la violencia de las imágenes, por ejemplo), pero lo que no se ha visto modificado es la percepción de que los valores occidentales varían según de quién se trata.

La rápida acusación al presidente ruso, Vladimir Putin, por crímenes de guerra en Ucrania y el ensordecedor silencio del fiscal de la Corte Penal Internacional sobre Gaza, a pesar de haberse trasladado a las puertas mismas de la Franja, reforzó este sentimiento. Las resoluciones de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), que intervino a pedido de Sudáfrica, ordenando a Israel facilitar el acceso a la ayuda humanitaria, fueron percibidas como una victoria moral sin precedentes del Sur global sobre un importante aliado de Washington. La continuación de los envíos de municiones estadounidenses hacia Israel, la relativa cautela de los europeos y de los medios de comunicación occidentales respecto de la situación humanitaria de los palestinos han dado definitivamente crédito a la idea de un “doble rasero”. Las lecciones de respeto a los derechos humanos que Occidente suele dar son cada vez menos aceptadas, cuando no contribuyen a acelerar la pérdida de su predominio moral.

La situación no parece mejor en el terreno económico. Durante mucho tiempo, los países del G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido) pudieron imponer una avalancha de sanciones a naciones cuyas políticas les desagradaban: China, Siria, Venezuela, etc. El embargo estadounidense a Cuba sigue vigente desde 1961 a pesar de que todos los años la casi unanimidad de los Estados que integran la Asamblea General de las Naciones Unidas lo condenan (en la última votación 187 países se pronunciaron en contra, sólo dos a favor –Estados Unidos e Israel– y uno se abstuvo, Ucrania). Si bien es cierto que algunas medidas restrictivas han sido adoptadas por el Consejo de Seguridad de la ONU (contra Irak, Irán, Corea del Norte), su efecto político casi siempre resulta nulo, a diferencia de sus efectos económicos, a menudo desastrosos para las poblaciones. Sin embargo, ese ya no es el caso de las aproximadamente 15.000 sanciones infligidas a Moscú tras la invasión de Ucrania. A pesar de su carácter masivo y coordinado, no han conducido a un cambio de régimen ni a un debilitamiento del esfuerzo bélico ruso ni a un cambio de su política, y sobre todo han sido, para sorpresa de los occidentales, económicamente ineficaces.

Al contrario de todas las previsiones, Rusia recuperó con rapidez una tasa de crecimiento (3,6 por ciento en 2023, según el Fondo Monetario Internacional) superior a la de Estados Unidos, mientras que la Unión Europea cayó casi en recesión. La renta real de los rusos ha aumentado por primera vez en más de diez años, se han reanudado las inversiones, la inflación y el déficit han sido contenidos5.

Este buen desempeño se debe a la economía de guerra y también al gran número de países del Sur que no participan en el sistema de sanciones. El poder comercial, financiero y tecnológico ha dejado de ser prerrogativa exclusiva de los occidentales. Rusia ha reorientado su economía hacia el Sur global. El comercio ruso-chino se realiza hoy en día en yuanes y otros países están siguiendo este ejemplo. Ahora es posible sustituir el mecanismo de pagos internacionales Swift por el sistema de pagos internacionales de China (CIPS). La congelación de unos 300.000 millones de dólares en reservas del Banco Central ruso depositadas en establecimientos occidentales ha llevado a muchos países a diversificar sus propias reservas (en oro, en distintas monedas, en renminbi, incluso en un yuan digital cada vez más utilizado). El grupo BRICS+ (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía, Irán) representa el 27 por ciento del producto interno bruto (PIB) mundial y está trabajando en la creación de una moneda específica. Se están estableciendo de modo irreversible nuevos circuitos financieros, en detrimento del monopolio occidental.

La política exterior francesa parece, por el momento, permanecer insensible a este importante punto de inflexión en las relaciones internacionales. Acorralada por mecanismos cada vez mayores de solidaridad occidental y europea, París tiene poco margen de maniobra. En el plano militar, ocupó su lugar en la coalición naval anti-hutíes (puesta bajo mando francés), sin llegar, sin embargo, a bombardear Yemen, como sí lo hicieron sus aliados británicos y estadounidenses. En el plano político, el apoyo militar a Ucrania supera incluso al de sus socios, al no excluir, según lo dijo el presidente Emmanuel Macron, el envío de tropas terrestres6. Y en términos de valores, su tono moderado y su relativo silencio sobre la situación de la población de Gaza contrastan con sus numerosas manifestaciones de solidaridad con Israel después del 7 de octubre de 2023 y tras los ataques iraníes del 13 de abril. La idea de una coalición anti-Hamas, planteada de forma imprudente luego de las masacres por el presidente Macron –aparentemente para sorpresa del Quai d'Orsay, la cancillería–, ha causado estragos en el mundo árabe, donde la mayoría sigue convencida de que, a pesar de las atrocidades que cometió, Hamas forma parte de la resistencia palestina.

Cada vez más “occidentalistas”

A los países del Sur, y a las poblaciones árabes en particular, les cuesta ver cuál es la singularidad francesa, para gran consternación de muchos diplomáticos especializados en Oriente Medio, que así lo expresaron en una nota dirigida a su jerarquía7. Desde un punto de vista económico, nada distingue a Francia de las políticas de sanciones llevadas a cabo por el resto de los occidentales y europeos. París no pudo, o no quiso, preservar el acuerdo de 2015 que levantó las restricciones impuestas a Teherán a cambio de detener su programa militar nuclear, un acuerdo denunciado de manera unilateral por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. A pesar de que manifestó en público su desaprobación y su pesar por esa decisión, se sumó al carro. Ni siquiera puso a resguardo sus negocios e inversiones en Irán, en Rusia y en otros lugares de las sanciones secundarias impuestas por Estados Unidos a quienes querían cumplir con el acuerdo. En el Consejo de la Unión Europea, votó a favor de medidas inspiradas en el modelo estadounidense contra las empresas de terceros países que siguen manteniendo vínculos no militares con países sometidos a sanciones.

Después del ataque masivo de Irán contra Israel en respuesta al bombardeo de su consulado en Damasco, los llamamientos franceses a la calma parecían dirigidos principalmente contra Irán, cuyo embajador fue convocado por el ministro Stéphane Séjourné. Sin embargo, Francia desearía, en especial en el período previo a las elecciones que podrían llevar a Trump de regreso al poder en Washington, que su voz resuene de manera diferente en la escena internacional, aun si no puede contagiar a Europa. París mantiene buenas relaciones con Pekín a pesar de la presión estadounidense y de la molestia de la mayoría de sus aliados, excepto Alemania. Durante un viaje a Brasilia, a fines de marzo de 2024, el presidente Macron reanudó vínculos con Brasil, al que anteriormente había criticado por su complacencia hacia Moscú.

El hecho es que en un momento en que el mundo se está fragmentando en polos de poder que cuestionan el monopolio occidental en todos los ámbitos, París no logra encontrar su lugar. Todo sucede como si la invasión de Ucrania hubiera cristalizado su diplomacia en una posición “occidentalista” y la hubiera distanciado aún más de la herencia “gaullista-mitterrandiana”. Sin embargo, es precisamente porque el mundo está cambiando en beneficio de los países del Sur que esta referencia vuelve a ser una perspectiva.

Jean de Gliniasty, exembajador de Francia en Moscú, director de investigación del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS). Traducción: Le Monde diplomatique, edición Uruguay.


  1. Ver Philippe Devillers, “La conférence d’Helsinki: sécurité et coopération”, Le Monde Diplomatique (París), julio de 1973. 

  2. Ver Anne-Cécile Robert, “Origines et vicissitudes du ‘devoir d’ingérence’”, Le Monde Diplomatique (París), mayo de 2011. 

  3. Ver Tristan Coloma, “Los hutíes descarrilan el comercio mundial”, Le Monde Diplomatique, edición Uruguay, marzo de 2024. 

  4. Actualización: El 18 de abril Estados Unidos vetó el proyecto de resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que recomendaba la admisión del Estado palestino como miembro de pleno derecho de las Naciones Unidas. 

  5. Ver Agathe Demarais, “10 points sur les sanctions”, legrandcontinent.eu, 18-1-2024. 

  6. Ver Serge Halimi y Pierre Rimbert, “Les nouveaux chiens de guerre”, Le Monde Diplomatique (París), abril de 2024. 

  7. Georges Malbrunot, «Conflit Israël-Hamas : des ambassadeurs au Moyen-Orient manifestent leur inquiétude », Le Figaro, París, 13-11-2023.