Hablar de los civiles “es una cosa compleja”, anticipó el historiador, docente e investigador, Javier Correa, en diálogo con la diaria. El término era utilizado por los militares para diferenciarse .del resto de la población, pero es “una categoría grandísima” que abarcó a mucha gente: desde vecinos del barrio hasta políticos, explicó el historiador.

“Otro asunto intrincado” es el uso de la palabra cívica, que durante la dictadura estuvo presente “todo el tiempo”. Aunque fue una manera de marcar que “estaba acompañada por civiles”, su definición implica hablar de algo que está “apegado a la Constitución”, aclaró Correa. Según el investigador, nombrar al régimen como una dictadura cívico-militar supuso “un juego de palabras” que buscaba representar a un sistema “verdaderamente” fiel a las normas, gobernado por integrantes de toda la sociedad, además de militares.

Como punto de partida, Juan María Bordaberry es un buen ejemplo. “Era un civil en términos militares, era el presidente electo representante de un partido político”, y no sólo acompañó a la dictadura, sino que estuvo a cargo del golpe de Estado. Su presencia es quizás la primera en la que se puede pensar a la hora de desdoblar la idea de los políticos como figuras ajenas y distanciadas de las Fuerzas Armadas (FFAA).

Aun así, “a partir de julio [de 1973] existió un ataque muy duro contra los políticos, y ni que hablar contra la subversión, los sediciosos y el comunismo”, advirtió Correa. El autor de Lo hicimos ayer, hoy y lo seguiremos haciendo, un libro sobre el autoritarismo en Durazno durante la dictadura, relató la coordinación de una operación con el fin de “atacar a la politiquería”, que se sirvió de casos “claros” de corrupción en intendencias y ministerios.

A partir de un panorama que colaboraba con el descreimiento hacia las autoridades gubernamentales, los militares apuntaron contra los parlamentos y las Juntas Departamentales “porque asumían que un nuevo régimen necesitaba una reestructura” total.

La organización política

Desde el “rechazo absoluto” a la “aceptación lisa y llana”, hubo posturas de todo tipo entre los civiles, que hasta hoy “han conseguido la posibilidad de la invisibilidad”, señaló el historiador Carlos Demasi. Pese a que en muchos casos estuvieron en las primeras filas del poder “notorios y evidentes”, el discurso que se instaló fue el que los concibe como “meros títeres de los militares”.

En los partidos tradicionales, el rechazo de Wilson Ferreira y Por la Patria fue claro, mientras que “el herreroruralismo se volcó a favor del golpe”; en el Partido Colorado “[Amilcar] Vasconcellos estaba muy en contra, pero muy sólo” al igual que Jorge Batlle y sus apoyos; en tanto “[Jorge] Pacheco y la Unión Nacional Reeleccionista apoya al Golpe, felicitan a Bordaberry, y tiene una manifestación expresa”.

En los meses posteriores al golpe, “empezó el complejo trabajo de encontrar quiénes estaban dispuestos a participar en las instituciones de la dictadura”. Mientras en algunos lugares del interior “fue muy fácil”, reclutar a los miembros del Consejo de Estado “le costó mucho” a las Fuerzas Armadas.

Una vez conformado, en diciembre de 1973 “presentaron una especie de elenco político de la dictadura” encabezado por Martín Etchegoyen, hasta entonces senador. Además de “políticos de primera fila” como él, el equipo estaba compuesto por “otros políticos visibles como Aparicio Méndez, otros que estaban en largo retiro como [Alberto] Demicheli, y otros que aparecieron allí porque da la impresión de que no encontraban a otros”, expresó Demasi.

En líneas generales, los que estaban menos vinculados a la política eran “gente que había tenido algún destaque en alguna actividad privada” o que habían hecho algo puntual que los hiciera destacar. Se trató de “una vertiente de políticos de derecha, que demostraron mucho más participando en la dictadura que lo que habían mostrado antes”.

En los ministerios de Economía, Defensa y Relaciones Exteriores se mantuvo una cabeza civil durante casi todo el régimen, ahora bien, “si los ministros no conformaban desaparecían inmediatamente”, agregó Demasi.

En Economía, se sucedieron nombres como el de Moisés Cohen, que ocupaba el cargo desde poco antes del golpe, que fue sustituido brevemente por Manuel Pazos. A partir de 1974, el ministro fue Alejandro Vegh Villegas que “cuando asume, toma el control y maneja la economía”.

Según Demasi, “una de las cosas que los empresarios más se quejaban era lo difícil que era hacer lobby con Vegh Villegas porque no te recibía” además de que no asistía “a los cóctel”, donde usualmente se hablaban estas cosas de manera más informal. Además de ser “inaccesible”, Vegh Villegas “hacía una política que se enfrentaba con una parte de los militares, era lo contrario a lo que quería el Goyo Álvarez”.

El ministro pregonaba una política “de liberalización, de dolarización de la economía, eliminación de empresas del Estado y abrir el camino a la empresa privada” por lo que “desarticuló todo el Estado neobatllista clásico, todo ese Estado de subsidios, apoyos, compensaciones”, explicó el historiador; al mismo tiempo, “todavía tenía en la cabeza un paradigma industrialista” que lo llevó a promover “exportaciones de industrias no tradicionales”, tanto así que “en 1976, se exportaba más granito, pescado y plástico que carne y lana”.

La cuestión es que Vegh Villegas “duró hasta la destitución de Bordaberry”, sin embargo, no fue destituido, sino que renunció por entender que se debía llamar a elecciones. Cuando Aparicio Méndez asume como presidente, el cargo de ministro de Economía pasa a quien hasta ese entonces era el subsecretario, Valentín Arismendi.

Allí se instaura “lo que fue la estrategia de ‘la tablita’”, explicó Demasi. Arismendi era resistido por una parte de los militares, pero contaba con el apoyo de Gregorio Álvarez, cuyo “empecinamiento era lo que mantenía ‘la tablita’”. Para el historiador, estos datos son los que dan cuenta de que en materia política “nunca fue muy homogéneo el funcionamiento de las Fuerzas Armadas” salvo para organizar la represión.

Esto se puede ver también en la Cancillería, donde “Juan Carlos Blanco fue un abanderado de los militares”. De acuerdo con Demasi, “cada vez que había una denuncia sobre la situación de los Derechos Humanos [DDHH] en Uruguay”, Blanco se rasgaba las vestiduras para explicar –con vehemencia– que Uruguay acababa de “salir de una guerra” contra “el comunismo y el castrismo”.

Sin embargo, cuando en 1977 Jimmy Carter gana las elecciones en Estados Unidos y la política exterior cambia en relación a los gobiernos anteriores, se pide a las dictaduras del Cono Sur que revean e investiguen las acusaciones por violaciones a los derechos humanos.

Blanco en este sentido era “demasiado peleador” según Demasi, y es entonces que se lo hace a un lado y se nombra a Alejandro Rovira como canciller. Experto en exportaciones, se le da la orden de que “escuche todas las acusaciones, diga ‘las vamos a investigar’ y las patee para adelante”. De todas formas, en 1978 un informe de la Organización de Estados Americanos fue lapidario con Uruguay, y Rovira terminó apartado del cargo.

“Con Uruguay bajo la lupa internacional por este tema es que el Ministerio de Relaciones Exteriores baja el perfil, con gente que viene de la misma diplomacia” y hacia el final, de acuerdo a Demasi, “el elenco de figuras civiles representativas del gobierno” no estaba en primera plana. En general “las carreras políticas iniciadas en la dictadura murieron ahí”, puntualizó el historiador; todos quienes habían integrado el gobierno en esos 12 años y que intentaron hacer una carrera política en democracia fracasaron estrepitosamente, incluido el partido que intentó conformar Álvarez, “se fueron deshilachando a lo largo del tiempo” porque “no conseguían figuras de primera fila”.

Las Juntas de Vecinos

La disolución de las Juntas Departamentales, decretada el 27 de junio, no establecía nada sobre los intendentes, pero eso no impidió que existiera una renuncia. El único en tomar la decisión de abandonar su cargo fue Mario Amaral, intendente de Rocha, perteneciente al “Movimiento Nacional de Rocha”. También hubo otros dos jerarcas que no continuaron con su labor porque fueron removidos por denuncias de fraude: el herrerista Juan Carlos González Álvarez, de Colonia, y el colorado Gilberto Acosta Arteta, de Maldonado. Además de ellos, el resto podría dividirse en dos. Por un lado, los que “abrieron un marco de expectativa para ver qué pasaba”, y por otro, los que apoyaban el golpe pues pertenecían al sector de Bordaberry. Dentro de este último grupo estaban el intendente de Montevideo, Oscar Rachetti, y el de Canelones, Gervasio González.

Los organismos que se crearon para sustituir a las Juntas Departamentales, llamados Juntas de Vecinos, estaban integrados por siete personas en los departamentos del interior y nueve en la capital, designadas por los intendentes y el jefe de Policía, con la aprobación del presidente de la República. Entre los requisitos para componerlas se establecía que no podrían acceder al cargo “quienes participaban activamente en política y quienes integraban las Juntas Departamentales antes de ser disueltas”, de acuerdo a lo expuesto por Correa en uno de sus artículos.

“Asumió el legislativo departamental”, titulaban los diarios de la época, según contó el investigador. La idea era que la acción pareciera constitucional, y aunque “si sos medio desprevenido te lo podés creer” porque “los decretos de instalación de la junta decían que los siete miembros cumplían con los requisitos constitucionales”, las condiciones a las que se referían eran la de ser ciudadano oriental, mayor de edad, y no la de ser seleccionados por “elecciones libres y garantizadas”, que es “el requisito constitucional más importante”.

“En aquella época se decía que Wilson había dado la consigna de que había que conservar los espacios”, pero “creo que Wilson estaba transformando la fatalidad, porque lo iban a hacer igual, no iba a renunciar ninguno”, reflexionó por su parte Demasi

Los empresarios

Por otra parte, un grupo importante fue el de los empresarios, que a diferencia de los de países como Argentina, Brasil y Chile, “fueron cautelosos” y “se colocaron en un lugar neutral”. Desde la Cámara de Industria del Uruguay (CIU) no hubo declaraciones ni de apoyo ni de rechazo, y existieron tanto empresarios que participaron en la persecución de sindicalistas, como los que los protegieron. Hay casos de personas que “estaban ocupando la fábrica en la huelga general y el patrón los sacó escondidos en su auto para que a los tipos no los agarraran las fuerzas conjuntas”, narró Demasi. Quizá un caso más cercano a la dictadura fue el de Edgardo Abellá, presidente de la CIU entre 1972 y 1976, que luego fue embajador en Inglaterra y España.

Asimismo, en 1979, “la Cámara de Industria mandó una circular a todos sus integrantes, donde ponía que era importante que las campañas que hacían los enemigos de la nación en el exterior fueran contrarrestadas por los testimonios veraces de los uruguayos”; entonces, contó Demasi, se dio un formulario a los obreros para “que copiaran y mandaran una carta a la comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos y de las Naciones Unidas diciendo que acá se vivía bárbaro, que ahora por fin nos veíamos libres del comunismo”.

Más allá de estos apoyos espasmódicos, dependiendo de cómo viniera el viento, luego de 1982 las cámaras empresariales retiraron efectivamente el apoyo que podrían darle a los militares.