Para Fabi

Yo iba a pasar el día a Piriápolis. Vi a mi padre sentado en la mesa de la cocina. Tenía las manos juntas, como si hubiese estado rezando. Me miró y sonrió. Hablaba muy poco. Siempre era directo y daba señales de entender todo a su alrededor. Eso sí, con una leve tendencia al malhumor. Sin embargo, era un tipo presente.

Me senté frente a él. Estaba serio. No le gustaba nada la chica con la que me estaba viendo y con la que iba a ir rumbo al este. Tampoco me había dicho nada sobre el tema. Pero yo lo sabía. No le caía bien. Había dejado a una novia anterior que él amaba. Porque, según le había confesado a mi madre, ella me ordenaba.

Se había comprado un Fiat 147 y estaba entusiasmado porque le iba a arreglar no sé qué cosa. Se le había quedado tres veces en una tarde. Y le encantaba abrir el capó y mirarlo como si fuese una obra de arte. A mí me daba una ansiedad terrible su paciencia con ese auto de mierda.

Lo quería arreglar bien para hacer un viaje con mi madre. Cómo amaba a esa mujer. Nunca vi cosa igual.

También mencionó, con cierta melancolía, que una amiga de la familia se iba a vivir a España. Y que quería hablar conmigo, tenía algo para dejarme. Estamos hablando de 2003.

Me despedí y me fui rumbo a la parada.

Cuando llegué a Piriápolis, mi padre estaba muerto.

La noticia me la dio mi madre, por teléfono, desde el hospital. Infarto agudo al miocardio. ¿Cómo era posible? Si había hablado conmigo antes. Si estaba feliz por su auto. Si estaba emocionado por el futuro. ¿Qué futuro, ahora?

Me estaba por recibir de maestro. Había aplicado a una beca. Había empezado a escribir. En los meses posteriores sucedieron varias cosas. Me recibí de maestro, publiqué mi primer cuento y gané la beca. Nada de eso pudo ver mi padre.

Por meses, todo me costó mucho esfuerzo. Todo menos leer. Era un refugio. Leí mucho. Había algo compulsivo y de protección ante el enojo.

Me encerré ahí y me quedé al lado de los libros. Me daban mucha tranquilidad. No era una sensación ajena, pero se había intensificado. No hubo, ni habrá, una época en la que leí más en mi vida.

La amiga de la familia, antes de irse, había dejado una caja de libros para mí en su casa vacía. Teníamos la llave, podía ir a buscarla cuando quisiera.

***

Mi padre llevaba cuatro o cinco meses muerto. Yo había empezado mi carrera de maestro con una sensación de que todo a mi alrededor era difuso, fuera de foco. Sufría vértigos que me hacían agarrarme de las paredes del salón. Apenas podía anotar en la pizarra. Treinta niños de seis años necesitaban que yo les enseñara a leer y escribir. Me lo exigían. Y hacían bien.

Cuando me agachaba para ver un cuaderno, las cervicales crujían y yo sentía náuseas. Pero amaba enseñar. Era una tensión que me sacaba de la cama, me ayudaba a preparar las clases y me producía un entusiasmo que venía a negar la tristeza que me atacaba por la tarde.

Enseñar era abrir las puertas del refugio de la lectura.

Ese año empecé a leer –también– literatura para niños. Fue la alegría absoluta. Jamás me alejaría de esa literatura viva, llena de colores flúor y giros insospechados. Será mi mundo inventado para siempre. La primera invención. Aunque esa era personal.

La segunda vino la tarde en que fui a la casa vacía y me traje la caja. La abrí y estaba llena de libros de Paul Auster. El primero que sostuve entre mis manos fue Experimentos con la verdad. Una colección de relatos muy breves, sobre todo el magnífico “Cuaderno rojo”, donde el azar se trataba como a un personaje más. Fascinante, simple, bello, eficaz. Yo conocía a Auster. Lo había leído en la reconocible colección Compactos, de Anagrama, bastión de mi formación como lector, junto con su hermana descarriada “Contraseñas”. Gracias, Jorge Herralde, de verdad.

Sin embargo, el recuerdo más vívido de Auster era la película Smoke, de mediados de los 90. Harvey Keitel como Auggie Wren siempre me recordó a mi padre. Ese mundo interior secreto y misterioso. Inaccesible. La nobleza y la aspereza conjugadas en la ternura.

Mi padre nunca había sido mi amigo, pero siempre era hermoso tenerlo cerca. Lo mismo me pasaba con Auggie y su tienda de tabaco. (Mi padre fumaba demasiado). (Uno de ellos no iba a infartar jamás).

La película era suave y melancólica. Giraba en torno a una anécdota simple: el duelo de un escritor por la pérdida de su mujer, y el enojo de un hijo por la desaparición de un padre. Todo unido por los ojos de Auggie y su capacidad de escuchar el entorno con sentido práctico.

Entonces vi La invención de la soledad. No conocía ese título. El primer párrafo hablaba de una llamada inoportuna, una llamada que anunciaba una muerte. La muerte del padre de Paul Auster. Es decir, aquel era mi libro.

Y resultó que el padre de Paul Auster tenía tantas similitudes con el mío que me pareció ridículo. Leí de un tirón la mitad del libro. No comí, no dormí, necesitaba saber cómo hacer para salir del duelo. Para dejar de extrañar.

La mayoría de los libros no dan respuestas. Pero ese, en particular, logró sacarme de una tristeza que yo no entendía. El pasado iba a estar ahí siempre. Yo, que había exigido un abrazo y compresión de mi padre, jamás le había dicho que lo quería. Jamás había reconocido que, a pesar de ser tan distinto a mí, su imagen afeitándose, mientras nos preguntaba qué necesitábamos en el día, era lo que más felicidad y tranquilidad me había dado jamás.

Nunca me despedí. Nunca le dije perdón, papá. No lo llamaba papá: era Ramón para mí, que lo amé tanto. Hice muchas imbecilidades que lo avergonzaron.

Pero con La invención de la soledad comprendí que el pasado colgará para siempre allí donde lo dejemos. Escondido, tras una puerta, o a la vista, para saludarlo con humildad y esperanza. Mi padre ya no estaba. Al igual que el de Auster, se había ido de un momento a otro. Ambos teníamos la dolorosa sensación de que en cualquier momento podían entrar por la puerta.

El pasado también se puede inventar, como la soledad.

***

Veinte años después, estaba ordenando mis libros, en otra casa, junto a mis hijas. Una torre demasiado alta cayó sobre la televisión y casi la destruye.

La mayoría eran libros de Paul Auster. Vera, mi hija, me preguntó por ese autor que aparecía tantas veces, y agregó que un día los libros nos iban a tapar a todos y no íbamos a poder salir.

Lo que Vera ni yo sabíamos era que esa misma tarde, en su casa del elegante Park Slope, Paul Auster moría de cáncer de pulmón (Smoke). Y nosotros, por un accidente doméstico, estábamos hablando de él. Y de los muertos que más extrañamos en nuestras vidas.