Klaudia con Ka, célebre protagonista del under porteño de los 80 y 90 junto a Batato Barea, Fernando Noy y Alejadro Urdapilleta, señalaba que una de las causas del fin de aquella movida fue el acceso de muchos de sus protagonistas a la televisión: “No hubo más censura, entonces no hubo más transgresión”, afirmaba. Lo interesante de la sentencia es que Klaudia no ponía el foco en la televisión en sí, sino en la relación de los artistas con la censura y la transgresión.

Enrique Symns, a quien solemos recurrir para referirnos al trabajo de Federico Guerra, describía a los artistas como “guardianes de la experiencia anómala”. “Los artistas –afirmaba Symns– sólo adquieren trascendencia si se los coloca en el lugar de los grandes curadores, de los terroristas más peligrosos de la historia. Con una pincelada, con una melodía, con un movimiento, con un verso rasgan la piel de la pesadilla, matan las ideas que enceguecen la percepción y el destello de lo que existe. El poder idealizador, en cambio, diseña un mundo perfecto al que luego ha de proteger a ultranza revisando, controlando, rectificando, legislando, y siempre tapando el agujero negro que va tumorizando el tejido de lo que verdaderamente existe”.

Desde estos planteos hay una tensión entre el mundo “idealizado” y “lo que existe” más allá de esa idealización. La realidad social se desdobla entre un “deber ser”, que en realidad no existe en ninguna práctica concreta, y una práctica real que, sin embargo, debe permanecer semioculta de las elaboraciones estético-ideológicas “oficiales”. Por eso es en los espacios subterráneos en donde se generan los discursos más transgresores.

En los años 80 era en el mundo under donde se podía hablar abiertamente de las adicciones o donde podían ser protagonistas personas de orientaciones sexuales no hegemónicas. Cuarenta años después, algunas cosas han cambiado, pero las posibilidades de expresar las contradicciones detrás de algunas “ideas que enceguecen la percepción” siguen siendo limitadas. Para trascender la corrección política que domestica el lenguaje hay que seguir yendo al under. En nuestro medio uno de los principales referentes de la práctica artística que desafía el discurso domesticado es Federico Guerra; no en vano le gusta afirmar que “el arte debe perturbar al cómodo y confortar al perturbado”.

Cretinos fue el nombre con el que Guerra denominó al grupo que llevaba adelante Snorkel, su primer espectáculo, estrenado en 2011 en El Galpón bajo la dirección de Bernardo Trías. También fue en El Galpón que se sucedieron Odio oírlos comer y Cretinos solemnes, hasta que hace tres años pudo volver a estrenar Snorkel, ahora en La Cretina, el espacio que abrió junto con Fernando Amaral en 2018. Cretinos también es el nombre del último espectáculo surgido de la pluma de Guerra, que también dirige y en el que vuelve a subir al escenario como actor.

Estructurado como una sucesión de sketches que van desde lo bizarro hasta lo surrealista (no se me ocurre otra forma de describir, por ejemplo, la escena “Un desnudo innecesario”), el humor corrosivo aparece desnudando las miserias que se mal ocultan detrás de fachadas alegres y exitosas.

Este efecto tiene un aspecto formal. Cuando algunas parejas de clase media o media alta se reúnen para dar cuenta de su buen pasar o de sus planes para ampliar la familia, las actuaciones rondan el naturalismo, pero las sombras que atormentan a los personajes aparecen al tiempo que el grotesco gana el registro para dejar paso al desbocamiento más bizarro. En esos momentos descubriremos a personajes que sufren detrás de su fachada, y la incorrección política gana protagonismo. No hay “progresismo disidente” alguno que logre amordazar a Guerra, y desde su pluma dispararán exabruptos impotentes cocainómanos, racistas y “capacitistas” inconfesos y oportunistas de toda calaña hasta pulverizar la moralidad y hacer alguna rayita con ella en un espejo.

Hay recursos que Guerra no deja de utilizar con eficacia. El programa de televisión nocturno en que una conductora algo tonta reúne a personajes para que den cuenta de sus “capacidades diferentes” deja lugar a uno de los momentos más hilarantes del espectáculo (no podemos adelantar detalles, pero el “hallazgo poético” de Guerra en esta escena es tan poderoso como polémico). No faltan en el menú ni el vapuleado padre de familia que se vuelve un tirano en el espacio doméstico (escena traída de un espectáculo con La Tabaréré) ni el “círculo de varones” (por llamarlo de alguna forma) que narra hazañas bizarras al son de la parodia de doblajes de enlatados televisivos berretas.

La poética de Guerra es visceral, potente, consciente de que el humor nace de la desgracia y del dolor. Y que la libertad para hablar sin tapujos de nuestras conductas miserables no oculta ningún tipo de discriminación lo demuestra la propia composición del elenco. Guerra es un adelantado al momento de “integrar” disidencias volviéndolas protagonistas de sus obras.

El elenco en su totalidad se apropia de esas breves historias salvajes con potencia y se divierte mientras divierte a la platea. La mayor parte trabaja desde hace años con Guerra. A quien vimos por primera vez en este universo teatral es a Cecilia Sánchez, una gran actriz dotada de un histrionismo hecho a medida de estos excesos escénicos. La obra se estrenó pensando en pocas funciones, pero las entradas se agotan semana a semana. Reserven con tiempo.

Cretinos. Autor y director: Federico Guerra. Elenco: Fernando Amaral, Lucas Barreiro, Kanny Espantoso, Federico Guerra, Victoria Natero, Chelo Pagani, Adrián Prego, Pablo Robles, Cecilia Sánchez y Claudia Trecu. Funciones: miércoles a las 21.00. La Cretina (Soriano 1236).