Fernanda Muslera ha confesado en varias oportunidades su gusto por algunas películas de Richard Linklater o Woody Allen y el interés por ver comedias románticas con esa impronta existencialista en el teatro. Luz negra, su segunda obra, estrenada en 2019 bajo la dirección de Christian Zagía, abordaba algunas situaciones típicas de una fiesta de casamiento, pero a partir de diálogos en los que naturalmente se colaban, como en los modelos cinematográficos, reflexiones sobre los vínculos, sobre los mandatos sociales, y en particular sobre cómo los feminismos habían llegado para cuestionar ciertos comportamientos naturalizados. Sin embargo, esos cuestionamientos no lograban que algunas conductas internalizadas dejaran de operar incluso en los personajes femeninos.

El cine volvía a ser un disparador para desarrollar reflexiones similares en Rescate a la dama con tutú, tercera obra escrita por Muslera y estrenada en 2020 ya bajo su dirección. Se sumaba en este caso, como sugiere el título, el ballet como espacio artístico generador de signos que determinaban también la personalidad de uno de los personajes.

Pasaron tres años para que se estrenara Para siempre la nada, cuarta obra escrita por Muslera y la segunda bajo su dirección. Si bien algunos aspectos temáticos siguen apareciendo, como la problematización del amor romántico y las tensiones que se generan por nuevas posibilidades de formar una pareja, lo que parece profundizarse esta vez es una reflexión acerca de cómo la producción artística opera sobre la subjetividad de las personas.

“¿El amor se sublima en el arte o es el arte el que se sublima en el amor?” se pregunta Paula, el personaje clave de la obra. Allí aparecen dos polos de una tensión compleja y es que la “realidad” social no es ajena a la forma en que la “representamos”. La separación entre arte y sociedad, como si la primera fuera un reflejo de la segunda, es un reduccionismo que no toma en cuenta que muchas veces las producciones artísticas, las “ficciones”, son justamente las mediaciones a través de las cuales damos cuenta de la realidad social en que estamos insertos. Esas mediaciones podrán ser relatos folklóricos o mitológicos, ritos religiosos o sociales, o directamente novelas, películas u obras de teatro, pero todas de una forma u otra constituyen la “realidad” simbólica en la que se forma nuestra personalidad.

Es verdad que esta obra parte del vínculo entre Édouard Manet y Berthe Morisot, un vínculo que además de servir de punto de partida para discutir los límites posibles de algunas relaciones amorosas, nos enfrenta a las determinaciones sociales de los artistas. Tanto Morisot como Manet son menospreciados como artistas de su época, una por ser mujer, el otro por llevar a sus lienzos una realidad mucho más mundana que los arquetipos neoclásicos. En sintonía con otros espectáculos de Muslera, el mandato social aparece no sólo para impedir el pleno desarrollo artístico de Morisot, sino para poner límites a sus sentimientos.

Sin embargo, el espectador no accede directamente al vínculo no consumado entre Manet y Morisot, sino que ese vínculo está mediado por la obra Ramo de violetas, escrita por Paula. De esta forma la reflexión que interesa a Muslera se desarrolla como teatro dentro del teatro en un juego que multiplica las posibilidades de problematizar el vínculo entre el “arte” y la “realidad”. Y esto porque Paula convoca para trabajar en su obra a Renzo, actor con el que mantiene una relación ambigua, en la que el deseo también es protagonista.

No vamos a señalar aquí cómo se desarrollan las tensiones entre los personajes, pero sí es interesante establecer las líneas para pensar en las posibilidades del arte para problematizarse a sí mismo respecto a cómo opera en la sociedad o para discutir sobre las fronteras entre amor y atracción. Quizá lo más polémico del espectáculo pase por cómo Paula parece, por momentos, utilizar la obra que escribió para acercarse a Renzo, para introducirlo en su universo estético e intentar reavivar el deseo.

Para siempre la nada va en la sala dos del Teatro Stella, lo que permite que la platea casi conviva con las tensiones que atraviesan el escenario. Y si al comienzo parece haber cierta frialdad entre Paula y Renzo, el espectador irá descubriendo la intensidad del oleaje al interior de los personajes. El deseo parece convertirse en un personaje más del espectáculo, un personaje que se mueve al son de las notas del piano de Agustín Texeira, como para subrayar también desde lo musical la relación entre el arte y los sentimientos humanos.

Hay ciertas limitaciones sociales que se imponen los personajes que a quien escribe no le parecen muy convincentes, pero no queremos ahondar en ellas para no adelantar más de lo necesario. Sí queremos señalar que nos parece un gran trabajo de dirección de Muslera, quien logra, junto a Sebastián Serantes y Patricia Porzio, que la platea sienta la atracción de los personajes para desde allí problematizar algunas de las formas en que dicha atracción se cristaliza social y artísticamente.

Para siempre la nada. Domingos a las 18.30 en la sala dos del Teatro Stella. $ 550. 2x1 para Comunidad la diaria (cupos limitados).