Es una película curiosa. La situación, sobre todo en la primera parte, hubiera podido servir de asunto para una pacata coming of age focalizada en Abel, muy joven trabajador rural en Argentina. Pronto queda claro que el encare es otro: se centra en la gravitación sobre Abel del recuerdo de su primo Jesús, recién fallecido en un accidente de moto. Jesús era una figura carismática, corredor de carreras de autos en el circuito rural, muy querido y respetado en una barra de motoqueros metaleros bastante numerosa para lo que uno esperaría de ese ambiente pampero despoblado. Abel es tímido, retraído, tiene el rostro y el cuello surcados por cicatrices de quemadura, en contraste con Jesús, que era alto, ágil, con pelo largo y barba a lo Jesucristo, pero no tirando al Jesucristo lamentoso y dotado de infinita bondad sino a su faceta de líder combativo, acentuada por el vestuario metalero de cuero negro. Paulatinamente, Abel va ocupando el lugar de Jesús y, al asumir su posición, empieza a adquirir sus rasgos. Ni siquiera manejar sabía, y al final está habilitado para ganar una carrera de autos. Se involucra con la novia de Jesús; es adoptado, en la práctica, por sus tíos, padres de Jesús, que rellenan con él el hueco afectivo y también el de mano de obra en la propiedad rural.

En los créditos, cada apellido aparece invertido, de derecha a izquierda, antes de fusionarse con su versión al derecho, más fácilmente legible. Esto se va a repetir al final con las palabras que designan las funciones de cada persona que trabajó en la película. Ese artificio tipográfico enfatiza la idea de espejo o doble. Luego, el proceso de incorporación de atributos de Jesús por Abel tiene un alguito de sobrenatural, puede hacer pensar en El inquilino (1976), de Roman Polanski, como si hubiera un destino, o un complot, o una locura, empujándolo a asumir el lugar del fallecido –y queda en el aire la inquietud sobre si morirá de la misma manera–. Hay un momento (creo recordar que ocurre en un mismo plano, pero no estoy seguro) en que Abel (Joaquín Spahn) tiene que ocultarse debajo de una camioneta y cuando sale del otro lado, tiene las facciones de Jesús (Lucas Schell). En realidad, es recién ahí que conocemos los rasgos de Jesús, y a partir de ese momento las personas le dicen a ese Abel jesuficado que está cada día más parecido a su primo. En ese momento, la película transgrede un límite, se va del naturalismo clásico y emplea el cambio de actor como una especie de figura poética visual para la conversión de Abel.

Ese hito viene preparado por algunos rasgos de estilo. No es común que una crónica de vida rural tenga ese tipo de tratamiento visual casi mágico, con sus colores levemente saturados, una abundancia de crepúsculos bañados en luz anaranjada, contraluces vistosos, tomas cercanas con una cámara en mano levemente alucinada por sus movimientos medio erráticos. El extenso plano inicial es casi indescifrable: se trata de la silueta de una cabeza, inferimos por el sonido y el viento en el pelo que está en una moto, y asumiremos luego que ese es Jesús y que ese fue el viaje en el que terminó muriendo. La figura está tan siluetada que ni siquiera distinguimos, hasta muy avanzado el plano, si está de frente o de espaldas. Su pelo rubio sacudido por el viento, afectado por la poderosa fuente de luz que enfrenta la cámara, evoca una llamarada, formando un halo mágico alrededor de la figura.

La película es muy vistosa, y es también auditosa –vaya este neologismo espantoso como protesta por la inexistencia de adjetivos que den cuenta de la belleza e interés sonoros–. Como todas las películas sonorizadas por la virtuosa Sofía Straface, quien debe contar entre los más creativos diseñadores sonoros de América Latina, los sonidos muchas veces se emplean como si fueran música, distorsionándose ya sea para evocar recuerdos, imaginación, flashbacks auditivos o para suscitar un clima inquietante o meramente encantador.

La cuestión del doble tiene otros ribetes. Tardíamente en la película sabremos que las cicatrices de Abel derivan de un episodio en su infancia en el que casi murió quemado en un auto. Esa casi muerte rima también con la muerte de Jesús, y hay una escena casi al final en la que se insinúa una nueva muerte por fuego. El plano final de la película deja cierta duda sobre si todo lo que vimos a partir de los primeros minutos de metraje no será una especie de proyección o imaginación de Abel. Y está toda la línea religiosa, vinculada a los nombres bíblicos de los personajes: Abel como posible víctima de su primo Jesús con función de Caín; la conversión de Abel en Jesús como una resurrección, o la idea de purificación por el fuego.

Todas esas cosas tienen su interés, pero se encuentran algo apagadas por un contexto que no ayuda mucho. No distingo en los personajes rasgo alguno que lleve a que su destino me llegue a importar, y la dirección de actores y la redacción de los diálogos quedan muy por debajo de la fotografía, el montaje y el diseño sonoro. El juego formal referido al doble no es tan zarpado como para que el espectador pueda prescindir totalmente del factor identificación. El ambiente rural, algo que siempre puede dar pie a distintas formas de lirismo, se muestra aquí de una manera que no difiere mucho de la aburrida descripción que hace Abel en un monólogo: “el campo, la vaca, el alambrado, el perro, la siembra”. Su contrapartida de motoqueros metaleros provincianos tampoco se muestra de manera especialmente atractiva. Y los hechos cerca del desenlace terminan constituyendo un relato aleccionador moralizante: “No vale la pena ser otro, mejor sé tú mismo”.

Jesús López, dirigida por Maximiliano Schonfeld. Argentina, 2021. Con Lucas Schell, Joaquín Spahn, Sofía Palomino. Cinemateca.