Finalmente, el 23 de enero los sectores movilizados con la bandera de “el campo” expresaron sus demandas. Allí, claramente, es posible detectar reivindicaciones meramente simbólicas que, más que pretender dar satisfacción a necesidades de los sectores en problemas, expresan cuestionamientos indudablemente políticos.

Es el caso de lo referido a los costos del Estado: los cargos de confianza, los viáticos no rendidos u otro tipo de gastos de representación tienen una significación marginal. Se trata de un cuestionamiento de fondo al estilo de la gestión estatal –evidentemente perfectible– no sustancial en la búsqueda de financiamiento de las soluciones.

El gobierno nacional ha dedicado más de 90% de los recursos en materia de creación de empleos a la atención de los servicios de salud, educación y seguridad, aspectos todos ellos reclamados en forma unánime (ver informe de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto elaborado por el economista Fernando Isabella). La mayor creación de cargos de confianza se produjo en los gobiernos departamentales. Por lo tanto, compartiendo la necesidad de un Estado sin dispendios en gastos de representación, lo que queda claro es la ineludible necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de encarar las tareas del bienestar social que mayoritariamente la sociedad uruguaya ha manifestado necesitar.

Otras demandas del pronunciamiento de los movilizados efectivamente se refieren a problemas productivos: refinanciamiento de deudas, rebaja de los combustibles y rebaja del costo de la energía eléctrica.

Como bien ha dicho el gobierno, esos temas han de ser analizados por sector productivo y en atención a la dimensión económica de los distintos actores involucrados. Hecha esta salvedad, queda una interrogante esencial: ¿cómo se podrá financiar ese apoyo a aquellos productores más comprometidos y con menores capacidades económicas? Evidentemente, no es posible con la supresión de los viáticos y los gastos de representación.

Se ha llegado a afirmar que el gasto en educación es ineficiente, con base en las pruebas PISA u otro tipo de evaluaciones de esas características. Paradójicamente, esas insuficiencias que hacen a la naturaleza de ciertos procesos de enseñanza-aprendizaje no son los aspectos de mayores costos; hay allí un conjunto de desafíos que hacen más a lo cualitativo en el sentido de transformaciones en la naturaleza de los procesos antes que en el agregado de recursos.

Los mayores costos de la educación se expresan en la generalización de la atención de los niños de hasta tres años, la ampliación en las escuelas a todos los niños de cuatro y cinco años, la multiplicación de la matrícula de la enseñanza técnica, la multiplicación de la matrícula de la enseñanza terciaria en todas sus modalidades, la prolongación del tiempo en las instituciones con una atención nutricional acorde, el abordaje de una oferta educativa para los sectores no institucionalizados (trabajadores por medio del programa Proces, reclusos, desertores del sistema educativo, etcétera). Al repasar el incremento del gasto en salud y en seguridad es posible advertir algo similar: lo que se gasta obedece a servicios necesarios e inmediatamente útiles. Por lo tanto, queda pendiente la interrogante.

Aunque no parezca, esto remite a la esencia del desarrollo operado en Uruguay. Un proceso sistemático de desarrollo de las fuerzas productivas, acompañado de una acción estatal reguladora y redistributiva, empieza a mostrar sus límites. Por un lado, se ha operado una importante redistribución del ingreso expresado en el salario directo y en el indirecto (educación, salud, seguridad social, etcétera); por otro, un importante y creciente desarrollo del capital.

Esto último ha ocurrido básicamente en términos de una concentración de capitales como nunca antes había conocido el país. Potentes y voluminosos actores económicos nacionales y extranjeros, que han sido algunos de los principales motores de la economía.

En el presente, las nuevas y viejas demandas a atender deben considerar esta situación. Todo indica que la lógica de la implantación de los grandes proyectos es un motor adecuado (con todas las regulaciones que se requieran). Lo que surge como factor a incorporar es la revisión de la estructura tributaria.

La cuantiosa riqueza generada con este modelo de desarrollo admite mayores gravámenes. En particular, la riqueza más prescindible, como es la renta del suelo. La multiplicación del valor de la tierra (a pesar de que en la coyuntura hayan bajado en alguna medida los precios) permite que haya actores terratenientes que por el solo hecho de ser propietarios capten un importante volumen de recursos. Para 2016 se calcularon 600 millones de dólares que la “producción” y toda la sociedad uruguaya les habilitaron a los grandes propietarios de la tierra.

Una revisión de la estructura tributaria debería empezar por allí. No está en tela de juicio la modalidad de desarrollo en términos de una acumulación capitalista, pero ello requiere adecuarse a los términos de la economía uruguaya del presente. El desarrollo en su conjunto tiene que saber amalgamar ciertos límites al gran capital (particularmente, al capital rentista) con el apoyo a los pequeños y medianos productores de todas las ramas de la producción de bienes y servicios, entre otras cosas, porque es allí donde está la generación de empleo.

Asimismo, la atención al bienestar social en todas sus manifestaciones tampoco es negociable. Hoy no es 2002; el país no sólo no está en crisis, sino que ofrece un panorama alentador (reafirmado por propios y extraños). Requiere ajustes que hay que identificar dónde es necesario hacerlos.

Ante todo, se trata de una disyuntiva profundamente política. No es un tema técnico a ser resuelto por el equipo económico en diálogo con algunos actores directamente involucrados. Toda la sociedad debe ser consciente de cuál es el camino que hay que tomar.

Si no se abre el debate nacional sobre esta disyuntiva, se deja el camino libre para las consignas engañosas, como “el campo contra la ciudad”, “bajen el costo del Estado” o “que se vayan los políticos”.

He ahí cómo surge, ineludiblemente, la tarea de construir grandes consensos con el bloque social de los asalariados y los pequeños y medianos productores, para imponer democráticamente un camino de progreso económico y equidad social.