La extrañeza que genera el no saber, no sospechar o ni siquiera contar con el frágil consuelo de un relato renueva los límites de una gran aventura estética: en Trilogía se descubren obras de consagradísimos artistas, como David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Rafael Barradas, José Clemente Orozco y Frida Kahlo, que por tempranas o tardías han permanecido al margen de la vorágine que consagró sus hallazgos. La exposición que hoy se inauguró en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) reúne una selección de pinturas, dibujos y cerámicas que pertenecen a tres colecciones diferentes –Sura Colombia, Sura México y el acervo del MNAV–. bajo la curaduría de Carlos Arturo Fernández, Consuelo Fernández Ruiz y Enrique Aguerre –director del MNAV–. Se reunió a 48 artistas en un mismo espacio, lo que facilita el diálogo y los posibles intercambios entre sus propias búsquedas e influencias. En un encuentro con la diaria, Aguerre conversó sobre sus logros al frente del museo –que contó con destacadas muestras, como la de Rafael Barradas y la de Carlos Federico Sáez, entre tantas–, las políticas públicas, la inminente creación del Instituto Nacional de Artes Plásticas, y las muestras futuras, como la que se dedicará a Pablo Uribe (en noviembre) o a José Luis Tola Invernizzi (en setiembre, cuando se cumple el centenario de su nacimiento).

–A lo largo de estos años has dicho que te interesaba más viajar con artistas uruguayos que traer obras famosas. Y ahora llega una exposición conjunta de grandes maestros de distintas épocas, en algunos casos con obras tempranas o tardías que no son tan conocidas. Me imagino que lo que te interesó fue el intercambio.

–Entre el presupuesto que manejamos en el museo y las características de la sala, tenemos que organizar con mucho tiempo el plan expositivo. Hay un rol fundamental del museo –establecido por ley desde que se fundó–, que es coleccionar arte nacional, exhibirlo, guardarlo de la mejor manera, investigar y publicar dichas investigaciones. Este último es un rol que no siempre se cumplió. Si traigo una muestra de Paul Klee o Andy Warhol seguramente venga mucha gente, pero no estoy cumpliendo mi rol, porque esa muestra se podrá replicar en muchos lugares del mundo, pero no se replicará una exposición de Rimer Cardillo, Tola Invernizzi o Guillermo Fernández. No podemos hacernos los distraídos con esto. También expondremos artistas jóvenes y con trayectoria, de los que es muy difícil ver su obra o leer sobre su trabajo. Este también es nuestro rol. Después hay un segundo anillo, que tiene que ver con lo latinoamericano: es mucho más fácil traer una exposición de Rusia o Canadá que de Brasil o Argentina, por cómo está hecha la trama, así como los seguros, los transportes, las itinerancias. Dado el equipo y las condiciones técnicas con las que contamos –estas muestras cumplen muchos requisitos muy exigentes–, lo estamos trabajando. Luego, en lo que tiene que ver con lo internacional: si una muestra toma todo el presupuesto del año, es inviable. Se trata de racionalizar recursos limitados –dinero– y el espacio. Hay que trabajar con tiempo. Nosotros invitamos a muchísimos curadores e investigadores, hay investigaciones que ya tienen dos años (como la que Tatiana Oroño y Joaquín Ragni le dedican a la asociación de arte constructivo; Santiago Tavella al color; Jorge Soto a la abstracción de los años 50) y verán sus frutos más adelante, pero tenés el tiempo para trabajar y ver la obra. Eso es necesario y hay que ponerlo en cuestión.

–¿A qué se va a enfrentar el público?

–A conocer a muchísimos artistas. La gente se sorprende por Diego Rivera o Frida Kahlo, cuando es bastante accesible conocer un museo como la casa de Frida Kahlo o los gordos de [Fernando] Botero, pero lo que pone en cuestión Sura con las colecciones son retratos, series que tienen que ver con la niñez, con lo místico, comentarios sociales sobre la guerra, sobre el cuerpo, atendiendo a las particularidades de determinadas zonas geográficas, entre lo urbano y lo rural. México es muy complejo, Colombia también, y Uruguay es más chico y cuenta con una tradición europea muy pesada. Es interesante cómo dialoga desde otro lado. Pero no tiene la pretensión de ser una historia del arte de América Latina ni un mapa del arte. Esta muestra es muy caprichosa porque es el placer de ver pintura. Roberto Amigo, el curador de la edición en Argentina, hablaba de ese capricho de disfrutar la pintura sin contar con un megarrelato curatorial. Y ver algunos géneros del arte como el retrato, el bodegón, que tienen una gran vigencia. En el caso de la modernidad –y de fines del siglo XIX–, que es el período más pesado, acá tenemos un gran acervo.

–¿Cómo se produce el diálogo entre las colecciones?

–Ellos plantearon un conjunto de obras, y empezamos a conversar y a hacer propuestas

–En ese recorrido se sorprendieron con Barradas, por ejemplo.

–Justamente, es interesante cómo se ve, y lo ideal sería poder armar muestras de este tipo fuera de Uruguay, porque ahí se concreta el ida y vuelta. Ahora está la posibilidad de la creación de un Instituto Nacional de Artes Visuales similar al INAE [Instituto Nacional de Artes Escénicas], y el gran desafío será mostrar nuestros artistas a nivel internacional.

–¿Qué abarcaría ese instituto?

–El coordinador general será Alejandro Denes. Todavía está en ciernes, pero tiene varios propósitos, como el intercambio académico con gente que venga a formar, curadores, investigadores, y también ir nosotros a formarnos afuera. Es bien interesante.

–¿Cómo definirías la función del MNAV como museo público del siglo XXI?

–Articulamos muy bien con los demás colegas, como el Museo Histórico Nacional y el museo que se inaugurará el 18 de julio en uno de los brazos del panóptico del EAC [Espacio de Arte Contemporáneo], y entre varios montevideanos. También lo hicimos con el Museo de San José, al que llevamos una muestra de Barradas; este año vamos al Museo Solaris de Fray Bentos. Como museo nacional es articulador con muchas instituciones, y de hecho firmamos un convenio con la Facultad de Bellas Artes para incluir a estudiantes avanzados.

–¿Por qué antes era un museo considerado más bien opaco por la comunidad?

–Ese es todo un tema: hace dos años ganamos un premio a la transparencia en AGESIC [Agencia de Gobierno Electrónico para la Sociedad de la Información y el Conocimiento] por poner la base de datos de todas las obras disponible en la web. Sin usuarios, permisos o protocolos, podés chequear las obras, las características, las imágenes, mientras que eso antes era secreto de Estado. No se podía compartir, ni saber, cuando es patrimonio nacional. Por otro lado, el concepto de museo antes era distinto, y no es que fueran malas o buenas las personas que estaban a cargo: en las décadas de 1970 y 1980 el museo era para especialistas, lo visitaba muy poca gente, la colección estaba colgada durante meses y no se renovaba. Era como un templo cerrado para especialistas o conocedores. En los 90 y comienzos de los 2000 se apuntó a democratizar el acceso a la cultura, que es algo fundamental. Podemos convenir en que la experiencia de venir al museo no sé si transforma, pero algo te cambia. A mí me pasó a los 12 años: venía a jugar al fútbol y cuando entraba al baño y veía obras me sorprendían. Un día miré una obra de [Carlos Federico] Sáez y dije: “¿Cómo es esto? ¿Es una fotografía o no?”. Entramos con unos amigos y, de repente, estaba la exposición de la Bauhaus...

–¿Se mantiene una política de adquisición?

–Sí, eso lo hacemos por intermedio de [la Comisión del] Patrimonio. Es una comisión que integro desde hace dos años y así me es más fácil, porque lo hago desde adentro, conociendo los presupuestos y las posibilidades. Muchas veces compro para otros museos, y algunas veces para el MNAV. Pero en general lo exhibimos, porque si no tenés acceso al acervo es como si no existiera. Me preocupa cómo poder mostrar el patrimonio del museo.

–¿De las 6.500 obras que constituyen el acervo, 1.000 son de Petrona Viera?

–Sí, en 1965 las donó la familia. Hay muchos dibujos, bocetos, grabados y buena pintura.

–Antes, Jacqueline Lacasa y Mario Sagradini estuvieron un año y medio como directores. Ahora, que ya hace ocho años que estás al frente, ¿qué decisiones creés que contribuyeron a esta estabilidad?

–Trabajé diez años bajo la dirección de [Ángel] Kalenberg [director del museo entre 1969 y 2007], y en las de Jacqueline y Mario. Con él pudimos hacer una transición, que es necesaria. No es que se va uno y el otro cierra y tira. Esto está por encima de los humores. Y es fundamental, porque a toda la historia del arte la cubre esa persona; trasciende lo personal. A veces me preguntan por qué se exhiben algunas propuestas, y tiene que ver con que es un museo nacional; hay que mostrarlo, no importa mi opinión. Desde 2010, esta es la exposición número 150 que hacemos con Sura. ¿Te imaginás la gama enorme de muestras que hemos montado? Creo que haber sido funcionario me ayudó, y también ser del medio [fue uno de los precursores del videoarte]. Esta dirección es un cargo de confianza política, y se trata de un cargo que se podría volver concursable. Sería bueno pensar –como en otros lugares– en una dirección ejecutiva, una artística y otra administrativa, porque hay que jugar en equipo. Porque, en verdad, parte del museo tiene como cometido tratar de entusiasmar a la gente para que vaya más allá de la visita y para que pueda leer, acercarse a otras obras, preguntar.

–Teniendo en cuenta que teóricos como Theodor Adorno conciben al arte como un hecho individual y social, ¿cómo definirías la historia que decidió narrar este museo?

–La historia que cuenta el museo es el canon artístico. O sea que lo que nosotros consideramos lo más importante es lo que está en el acervo. Lo difícil es desarmar ese canon o cambiar algunas piezas, porque realmente no está en consonancia con la riqueza de obras y artistas que tenemos. Petrona Viera era considerada una artista menor o no tan importante, cuando lo que aprendió el planismo de Petrona fue muy importante. Es una gran artista cuya obra decidimos exhibir, y ese cambio es muy importante. Cuando vine había cinco magníficos entre los artistas destacados: Joaquín Torres García, Rafael Barradas, José Cúneo, Carlos Federico Sáez y Pedro Figari. ¿Y María Freire? ¿Y Amalia Nieto? De Petrona es la primera exposición individual cuando tenemos 1.000 obras, y estamos en 2018... ¿Qué pasó? Tampoco debería ser una cuestión de género, porque hubo una directora mujer que hizo otras cosas. Hay que ajustar, y ahí el canon se mueve y hace ruido.

–¿Creés que en el transcurso de la historia hubo una tendencia estetizante de la memoria y el arte?

–Era un canon que nos permitía decir que, pese a no tener un pasado fuerte de pueblos originarios –como lo tiene México, por ejemplo–, habíamos ido a Europa y nos habíamos traído “lo mejor”, y por eso éramos diferentes, cuando no somos tan distintos y tenemos grandes problemas (en su arte, ¿Barradas es un artista uruguayo o español?). Ese canon nos permitía decir “somos cosmopolitas”, “somos modernos”, “tenemos un arte distinto, intocable”. Esto está bien, pero es un relato, y es necesario escuchar más voces. ¿Cuál es el problema? ¿Descubrir más artistas? ¿Mostrar más obras? Con respeto y tranquilidad vamos mostrando cosas, incluso cuando no sabemos qué quedará de todo eso. Creo que lo mejor de estos últimos ocho años, más allá de lo bueno de las exposiciones, fue reforzar el sentido de pertenencia: que la gente pueda venir a tomar un café, un mate, que los visitantes lean un libro en el parque y que puedan ver una muestra. Esto de la esfera pública no estaba dado, además de que se discutan las muestras, las inclusiones. El plan es generar preguntas y ofrecer algunas respuestas.

–¿Cómo se da el vínculo entre las colecciones temporales y permanentes?

–Siempre es una tensión, porque estamos en un edificio relativamente pequeño. Hay proyectos para ampliarlo o tener sedes en otros departamentos con parte de la colección. Cuando hicimos lo de San José vinieron a conocer cómo trabajamos lo educativo y el tema de las visitas. Preparamos gente y lo replicaron, y ese también es nuestro rol. Después hay otras cuestiones, como la racionalización del patrimonio; si lo contemporáneo debe estar acá o en el EAC, que cuenta con las condiciones de espacio para desarrollarse, sin que ello afecte su programación. Creo que ha habido un gran cambio, que ese componente social de los museos debería abarcar otros eventos, y otros disfrutes, sin obligaciones educativas. Porque, de hecho, los primeros en acercarse son los gurises.

–¿Hay algún proyecto que contemple al público infantil o adolescente?

–Ese es nuestro foco, que apunta a cambiar un hábito. El año pasado recibimos a 7.000 niños en visitas y talleres. Con los niños tenemos un trabajo fuerte, con los adolescentes nos cuesta un poco más, por el tema de los horarios del liceo, pero hay que reforzarlo. Con el bachillerato artístico ya estamos haciendo puentes, y el año pasado hicimos un programa del Mides [Ministerio de Desarrollo Social] con monitores de sala que fue muy bueno.

–Desde tu blog Frontera incierta eras muy crítico con las estructuras institucionales del arte.

–Sí, algunas de las cosas que escribí eran muy naíf, pero a fines de los 90 lo que me hacía más ruido era la falta de oportunidades para muchísimas propuestas. Había un delay de todo lo que no se había hecho durante la dictadura –o en los 80– por situaciones económicas, y se quería actualizar eso en vez de darle lugar a lo más contemporáneo. Demoraba muchísimo entrar lo que era instalación, videoarte, acciones, performance, otro tipo de pintura que no fuera el canónico. Ahí jugaron un rol importante –al igual que en la dictadura– los institutos culturales extranjeros, como el Goethe, la Alianza Francesa, el Istituto Italiano di Cultura, que jugaron un papel fundamental, de ida y vuelta. Y los demás estaban muy preocupados por restablecer algo glorioso que se había dado hace muchos años, que ni era tan glorioso ni nos identificaba a los nuevos. Ahí sí veo una gran diferencia de velocidades entre lo contemporáneo y lo moderno.

–¿Cómo evaluás las políticas públicas vinculadas a las artes plásticas y lo museístico?

–En los últimos años la diferencia es enorme. Hubo un momento en el que tenías que comprar hasta las lamparitas. Nosotros traíamos los televisores de nuestras casas para pasar un video, porque un proyector era inviable. O sea que cambió todo lo que es tecnología e infraestructura, las publicaciones que hacemos en el museo... Antes no había un libro de Guillermo Fernández, y ahora hay un catálogo de 200 páginas con aportes, testimonios, curadurías. Eso cambió muchísimo y debe seguir cambiando. Este año, para la Bienal de Venecia haremos un llamado abierto con proyectos de curaduría y artistas, que incluso contemplará la posibilidad de que se pueda contar con colaboradores internacionales, para que los artistas uruguayos puedan trabajar con curadores extranjeros.

–La primera mujer uruguaya cuya obra se exhibió en una muestra individual fue Amalia Nieto, en 1995. ¿Cuándo fuiste consciente de esta omisión?

–Cuando me invitaron al Museo Gurvich, hace tres años, para hablar de indicadores. En ese momento busqué cuántas exposiciones individuales de hombres se habían hecho, y eran más de 140. De mujeres fueron 15, e hice esas 15 en estos ocho años, cuando el museo tiene 108. Este año tenemos 50% de artistas mujeres y hombres, pero porque se dio así. Es muchísimo. ¿Entre 1914 –fecha en que abrió el museo– y 1995 no hubo una mujer uruguaya que se mereciera una muestra individual? Es escandaloso. A las artistas que ganaban premios desde 1937 a los años 2000 se las sacaban de encima y las pasaban a los liceos departamentales y a las bibliotecas. Y no se exhibían. Ahí comprobás que existen varios criterios que hay que desarticular.