Es un cineasta y escritor argentino de 28 años, director de cuatro largometrajes: Diagnóstico esperanza (2013), ¿Qué puede un cuerpo? (2015) -ambos disponibles en YouTube-, Exomologesis (2016) y Atenas, el cual va a presentar el mes que viene. La obra de César González está permeada por su experiencia como habitante de una villa (que incluye robos y otros delitos por los que pasó cinco años recluido, así como varios episodios violentos) y por su pensamiento político y filosófico. Quedamos en encontrarnos con él en Uruguay y Corrientes; cuando llegamos, nos estaba esperando en la esquina. Conversamos un poco mientras nos acomodábamos en el bar, nos contó que vive a 40 kilómetros del centro, y empezamos por ahí.

–Hablando de distancias, en ¿Qué puede un cuerpo? me resultó llamativo cómo mostrás los tiempos, cuánto le llevaba al personaje llegar de la villa al centro, el esfuerzo de caminar. ¿Qué estás pensando en mostrarle a quién, con tu obra?

-Más que pensar a quién se lo quiero mostrar, lo que me preocupa sobre todo es mostrar, más que demostrar, como decía André Bazin sobre el neorrealismo italiano. Mis primeras dos películas se mueven en el marco de lo que en arte se llama realismo; se trata de mostrar la realidad, como decía Bazin, sin ningún elemento que no sea esencial. Sin agregarle espectacularidad, sin amplificar la realidad. Que es para mí el gran problema que tienen las películas que filman la villa o la cárcel: a veces mienten directamente, y a veces hay ciertos elementos de verdad en eso que muestran, pero está muy amplificado. Lo exageran, y una cosa amplificada es otra cosa. No es lo que decís que estás mostrando. En cuanto a audiencia, no tengo ningún cerco en ese sentido, me interesa que me vea todo tipo de público. Creo que es un llamado a concientizar tanto a la gente misma que vive en la villa, es decir, a mi propia gente, como a los sectores más reaccionarios de la sociedad, para que a partir de la película puedan tener otro tipo de reflexión sobre los sectores más marginados, y también siempre estoy pensando en un público que está más politizado, que tiene cierto conocimiento del territorio, que tiene, capaz, una militancia.

–¿Vos pensás que tu trabajo tiene una dimensión militante?

-Sí, totalmente. Quizá no con los parámetros de lo que de manera clásica se considera militancia, porque no son películas que me haya encargado un partido, ni que las pueda tomar un partido político y apropiárselas. Porque en cualquiera de mis películas aparecen cuestiones como las de la inseguridad o la de la violencia, y en esos temas siempre todo se mueve en torno a lo que se llama demagogia punitiva, la idea de que se puede solucionar todo con más cárcel, con penas más elevadas; y por otro lado está lo que para mí es el paternalismo de los sectores más progresistas. Es decir: “Estos pibes necesitan ser reinsertados y bla bla bla”. Yo trato de partir o de terminar siempre saliendo de esas dos miradas, yendo más allá tanto de lo reaccionario como de lo paternal, y mostrar la potencia que tiene la gente de la villa, algo que no se dice mucho. Parece que son simplemente víctimas o victimarios, pero son seres con mucha potencia, mucha espontaneidad, y eso es lo que intento un poco reflejar. Ahí se ve la militancia en lo que hago, en que estoy mostrando que los villeros tienen derecho a la belleza, al arte, al cine, que es un derecho que casi nunca nos dicen que merezcamos reclamar. Sí tenemos que reclamar el derecho a la vivienda, y otros derechos a esto y aquello, pero para mí el derecho al arte es fundamental. Porque está completamente en manos de las clases más acomodadas de la sociedad, que tienen sus necesidades básicas más cubiertas. Esa es la militancia: somos villeros los que filmamos, los que hacemos el guion y los que editamos, y puede gustar o no lo que diga una película, pero ahí ya hay un acontecimiento político, en el que la villa se representa a sí misma. No hay otra clase social iluminada o una vanguardia iluminada representando a la villa. El discurso es originalmente villero.

–¿Cómo cambia hacer películas, para ustedes, la relación con su propia situación o con lo que están queriendo contar?

-Genera una ruptura en cada uno de los seres que me acompañan, en cada uno de los pibes o las pibas, porque son sujetos que creían que su destino, con suerte, era tener un trabajo en una fábrica o ser siempre empleados de la construcción, y de golpe yo les vengo a decir que son grandes artistas. Antes de que actúen, antes de que escriban o de lo que hagan para mí, ya son artistas, porque todo el tiempo tienen que estar creando e innovando para sobrevivir, todos los días. Eso es un artista, “aquel que hace de los obstáculos un medio”. Es una frase de Henri Bergson, un filósofo francés que habla de la materia, de que la materia hace de los obstáculos un medio; yo lo llevo para otros planos, y los villeros están todo el tiempo haciendo medios de los obstáculos: de ser los malos, los monstruos, la mano de obra poco calificada, los ignorantes, los brutos, todo el tiempo tienen que estar inventando, porque si no, se mueren de hambre, se los come la muerte. Les cambia la vida como me la cambió a mí. Yo creía que mi destino estaba predeterminado a terminar en la cárcel o muerto, o que con suerte tenía la alternativa de un trabajo físico de 14 o 16 horas por día, y de golpe pude decir “soy capaz de hacer arte”. Más allá de lo personal, muchas personas que se suman a mi trabajo sienten que son capaces de hacer algo diferente a lo que los enunciados de la sociedad les imponen como únicas posibilidades.

–¿Cómo se ha movido en este tiempo, para vos, el significado de lo villero y de la cultura villera, durante los diferentes gobiernos?

-Entre un gobierno de derecha y un gobierno más de centroizquierda como era el kirchnerismo, no voy a caer en la ingenuidad de decir que es todo lo mismo. Cuando gobierna el peronismo en Argentina, el villero come, y cuando no hay gobierno peronista, se le hace por lo menos más difícil comer. Yo no me defino como peronista, pero soy muy consciente de eso. Lo que sí es para mí el problema del peronismo es que asume un rol siempre paternal frente a los pobres, y a la vez siembra en la sociedad toda una épica de la fábrica, toda una épica de la cultura del trabajo con la que yo no estoy de acuerdo, porque yo sé cuáles son los trabajos para los villeros y estoy cansado de que sean siempre los mismos. No digo que estén mal, pero pregunto cuándo se va a ampliar la oferta.

El tema de la cultura villera es muy complejo, porque antes que nada soy muy crítico del término cultura, y hay que examinar cuáles son los valores de la cultura argentina, de la cual la cultura villera es una ramificación, no es un ente aislado. Pero hay ciertos elementos que definen a la cultura villera. Primero, como decía, hay toda una cuestión que ya está dada, que uno no la piensa; uno no es consciente, no la traduce, no la verbaliza: el sobrevivir, el tener que inventar algo todos los días, eso es una cultura. Después, también lo cultural en la villa es la cercanía de la muerte, es la presencia de la muerte, a una distancia que casi se interioriza, que es exterior pero está rozando la interioridad del individuo. La muerte es siempre una posibilidad en la villa. Para el que roba y para el que no. Porque entra la Policía a los tiros para todos lados, y puede recibir cualquiera. Creo que eso define la cultura villera, la precariedad, la violencia, más allá de lo que entendemos visualmente como violencia, que pueden ser las armas, la violencia policial; creo que ya el hacinamiento y la falta de lo básico es violencia, y es violencia el morbo con que la sociedad que no es villera piensa, el morbo y la cuestión pornográfica con la que siempre se piensa la villa desde el sector que no es villero. Ese acostumbramiento de uno a considerarse inferior, hay todo un complejo de inferioridad. Como dice Franz Fanon, existe el complejo de superioridad en las clases dominantes, pero también un complejo de inferioridad en las clases con menos poder adquisitivo, uno se considera inferior. Cuando empezaba talleres de literatura, me decían: “No, ¿cómo? ¿Nosotros, escribir? Nosotros no servimos para eso”. Todo ese complejo de inferioridad, ese no creerse capaz de hacer algo que hace un ser humano de otra clase social, es también cultural.

También, está, obviamente, lo positivo, y es que yo veo que en la villa no existe tanto la máscara. Esa máscara que se pone cada uno en la sociedad para aparentar. Vos sabés que Fulano es Fulano y que es así. Cada uno sabe quién es su vecino, de qué trabajan sus hijos. Hay una cosa en la villa con la infancia, con la cantidad de niños solos que uno puede encontrar todo el día, en la calle o en los pasillos, solos. Y no tanto porque padres malvados abandonen a sus hijos. Hay una fraternidad ya implícita; todo es implícito en la villa, la solidaridad es implícita, no es que uno esté diciendo todo el tiempo “qué solidarios que somos”. Entonces, vos sabés que tus hijos van a estar ahí y que no les va a pasar nada, no va a venir nadie a hacerles algo malo, no los va a secuestrar nadie porque los están vigilando los otros, los vecinos, los pibes en la esquina, los pibes chorros. Ese es un punto que la sociedad desconoce. O que conoce y no se dice tanto, porque a la clase media la aterraría que se exalten virtudes de los que ve como inferiores. Después, la cumbia villera, la música está muy presente, poniéndole ritmo a la miseria. En todas las casas se pone mucha música, fuerte, y no existe la queja. Andá a decirle a tu vecino que la baje, andá a llamar a la Policía por ruidos molestos… no existe. Te la tenés que aguantar, y que tu vecino escuche música alta a cualquier hora también te otorga el derecho a escuchar, vos, música cuando se te cante, sin que el otro tenga derecho a quejarse; ese nivel de libertad que no hay afuera.

Hay libertades y valores que se pierden cuando las villas se urbanizan. Es complejo porque, ¿quién puede estar en contra de la urbanización? De pasar de vivir sin cloacas, con los servicios completamente precarizados y a la intemperie, a que el Estado venga y haga cloacas, casas de material para todos los vecinos. Es un derecho que cualquier ser humano merece, pero no dejo de remarcar que a la vez se pierde un montón, se gana y también se pierde. El villero, cuando es urbanizado, empieza a aburguesarse, a creerse clase media y a incorporar actitudes de clase media: poner paredones, alambrados, aislarse de su vecino, aislar su propio circuito familiar. No tengo claro cuál sería la solución, simplemente señalo el problema.

–¿Cómo sentís que fue tu tránsito hasta ser un artista o ser considerado un artista? ¿Podrías hacernos una breve narración de tu carrera en estos años y contarnos qué significó para vos?

-No, yo no me detengo en el pasado. Vivo en tiempo presente. Si hubiera querido, me habría aferrado a la versión que querían dar los medios, la del pibe rescatado, el que eligió salvarse. Entonces, como ese pibe eligió salvarse, quienes no toman el camino que yo tomé es porque no quieren; hubo todo un intento del aparato comunicacional de presentarme como una figura única, y yo podría haberme aferrado a eso, a mi historia, a mi pasado, y lucrar con mi pasado. Lo podría hacer, porque ¿quién hace lo que yo hice en la cárcel? Muy poca gente. Y no en un pabellón más tranquilo, universitario o de evangelistas. Yo viví en los peores pabellones siempre. Entre lo que la gente considera los peores, con los peores delitos: me mandaban ahí porque yo estaba por un delito grave, secuestro extorsivo. Y ahí fue que me inventé una vida.

Si quisiera, tendría todo el derecho a quedarme ahí, y nunca me quedé ahí. No paro de sacar cosas nuevas. Lo que sí aclaro siempre es que esto no fue fácil. Lo que siempre le digo a los pibes es que cuando hablan de que “el que quiere, puede”, se olvidan de una segunda oración: el que quiere, puede, pero poder te va a costar lágrimas, sudor y sangre. Y un par de palizas, un par de torturas; risas, burlas, subestimación, como me pasa hasta el día de hoy, porque mucha gente sigue creyendo que no soy consciente de lo que hago en cine, o que todo se dio accidentalmente; que no soy consciente porque, como soy de una villa, algo en el cerebro no me termina de funcionar tan bien como al resto.

Entonces, sí, yo quise, yo pude, pero me costó un montón y no me garantizó nada el hecho de querer ser artista, o cuando en su momento empecé a escribir en la cárcel. Al contrario, yo sufrí más torturas en la cárcel, mucha más represión y persecución cuando decidí ser artista y comencé a comportarme como artista, a escribir, a leer, a dejar de pelearme con mis compañeros. Antes sufría, en todo caso, la represión común que sufre cualquier preso. Cuando tomé la decisión de empezar a escribir, me rompían los libros, me sacaban la lapicera, me sacaban las hojas para escribir, me trasladaban, no me dejaban entrar libros. Es decir que no es que cuando yo tomé la decisión de empezar una nueva vida, el sistema penitenciario o carcelario dijo: “¡Ah, qué bien César González!”, porque hay una receta para rescatarse que es la de seguir ciertas pautas, que son así y no pueden ser de otra manera: uno debe rescatarse trabajando, pidiendo perdón, arrepintiéndose, diciendo que uno antes era malo y ahora es bueno, midiendo todo en términos moralistas. Vas a encontrar un montón de pibes que salen de la cárcel y que adentro habrán hecho talleres, habrán terminado carreras y todo, y cuando salen, lo único que tienen para decir es “perdón”. Agachar la cabeza y pedirle perdón a la misma sociedad que los metió ahí adentro. Yo nunca actué así. No justifico lo que hice antes, pero tampoco agacho la cabeza. Y, bueno, no agachar la cabeza tiene sus consecuencias, siempre.

–Y hablando del presente, ¿en qué estás trabajando ahora? ¿En qué estás pensando?

-Hace poco presenté mi tercera película, Exomologesis, con una estética diferente a mis primeras dos obras, y ahora voy a estrenar mi cuarto largometraje en junio, en el Festival Internacional de Cine y Derechos Humanos de Argentina. Se va a llamar Atenas y, resumiendo, es la historia de una chica que sale de estar presa. Es una película con la que yo me siento quizá un poco incómodo, porque estoy siempre hablando de que la representación es un problema -como decía Foucault: “No hay nada más indigno que hablar por los otros”-, pero yo, hombre, estoy representando la violencia de género que sufren las mujeres. Es decir, yo, que no sufro lo que sufre una mujer, que nadie me grita en la calle ninguna barbaridad, que camino a la hora que sea por cualquier calle y no tengo miedo de que aparezca alguien, me viole, me secuestre y me deje tirado en un campo, estoy representando un problema que no me pertenece y que no sufro. Hay un grado de incomodidad en el que me siento con esa película, pero a la vez también me sentía muy incómodo no aportando nada en relación con ese problema. Entonces, después de meditar con muchas compañeras que tengo dentro del feminismo -que acá en Argentina, por suerte, está siendo cada vez más fuerte-, me dijeron “sí, necesitamos más hombres que problematicen esto”. Es una película en la que yo asumo lo que somos los hombres. Lo que somos y lo que hacemos, cómo hablamos de la mujer. En privado, no tanto en público. Cómo habla el hombre en privado de la mujer, también el hombre que está dentro de algún partido de izquierda o progresista: es un poco desnudar esa hipocresía en primera persona; desde el hombre, hablar sobre los hombres, pero no desde un lugar de “yo soy hombre, pero ya estoy en otro lado”, no. Hablando de todo lo patriarcal que todavía hay en mí para sacar.

–Me llama la atención el lugar de la moral en tu trabajo. ¿Cómo está presente esto en tu trabajo y en tu propia experiencia?

-Yo creo que lo moral y la moral son dos cosas diferentes. La moral de esta sociedad, ¿quién la escribió? ¿Quién fue el que dijo: “Esto está bien y esto está mal”? ¿Desde dónde y para dónde? Eso siempre me va a importar. No es tanto que yo tenga respuestas; no lo tengo claro y espero nunca tenerlo claro, porque no creo que esa sea la función del arte. Pero mi trabajo sí está impregnado de lo moral, de mostrar toda esa humanidad que habita en los que son considerados no humanos o perdidos: los villeros no son considerados humanos. Vos fijate todos esos términos: “recuperar”, un preso debe recuperarse, regenerarse, reinsertarse, rehabilitarse, siempre son términos para los pobres.

Yo no puedo creerle a esa moral, no puedo usar el lenguaje de esa moral, porque estaría siendo totalmente un continuador de lo mismo que me llevó a la cárcel, de ese sistema, del capitalismo, de la moral del capitalismo. ¿Cuál es la moral del capitalismo? Que está mal que un pibe se robe un celular, pero los Panama Papers y todo eso no es robo, es corrupción. Ya son palabras diferentes. Los corruptos son gente que... bueno, cometieron un errorcito; en cambio, el ladrón ya es un monstruo. Y a mí me lastima mucho cuando veo a los pibes que supuestamente se rescataron hablando en esos términos. “Recuperarse”, como si uno estuviera enfermo, como si el delito fuera algo patológico. Está completamente comprobado que no es ninguna patología, en todo caso la patología es el capitalismo. Un pibe que roba no lo hace porque robando sienta una satisfacción, eso es completamente un mito. El pibe quiere plata, quiere algo material, como quiere 99,9% de los que habitan el mundo. Pero entre lo que desea y poder alcanzar ese deseo hay un abismo, porque, siendo pobre, ¿cómo te comprás un auto cero kilómetro? Ni trabajando toda tu vida. Yo conozco a albañiles que se han muerto sin poder comprarse un auto, obreros de fábrica. Entonces los pibes dicen: “¿Por qué aquel tiene derecho y yo no?”. Desde una intuición, desde un olfato primitivo, ni siquiera lo verbaliza pero piensa así. Yo te lo digo porque fui pibe chorro.

Entonces no existen patologías como para hablar de recuperación. Y lo que más gracia me causa es lo de “reinsertarse en la sociedad”. Primero y principal, yo no tengo ganas de sentirme parte de esa sociedad, de pertenecer a ella. No me reinserten ahí, por favor. Y segundo: ¿cómo reinsertarse? Si uno terminó en la cárcel, casi siempre fue porque no estuvo insertado; si hubiera estado insertado, no habría robado. Porque insertarse es tener tus necesidades cubiertas, tener un trabajo, una vivienda digna, acceso a la salud, a una educación de calidad, ese es el insertado. Entonces, ¿cómo puede haber reinserción si no hubo inserción primero? Y tercero, yo creo que nadie está fuera del sistema, todos estamos insertados. Lo de la reinserción se cae con un pequeño análisis.

–¿Qué es para vos el arte político?

-Yo no creo que haya arte político, porque el arte es político quiera o no quiera, consciente o inconscientemente, y hay veces que una película sirve más para concientizar que movimientos políticos. Para mí, hacer arte es mi forma de militancia, porque yo trabajo en colectivo constantemente, pero tampoco hay que olvidar una frase feminista que decía “lo personal es político”. Ese autor que hizo una película recontra personalista, que no está hablando de la actualidad, que no está hablándole a nada de lo que sucede en el aquí y ahora... no importa: lo que se presenta como atemporal también es político. Las películas de Andréi Tarkovsky también son políticas. Potenciar lo imaginario es política, El perro andaluz es una película política, porque siempre se va dando una visión del mundo. De cómo es el mundo de ellos, cómo diagnostican ellos el mundo, o cómo es su deseo del mundo que quisieran ver. Podés ver una película analizando qué sectores están presentes y qué sectores están negados, y sobre todo el punto de vista de cada director; en el punto de vista está la esencia política de un film.

Y hay algo que también decía Bazin sobre el realismo: que el arte documental tampoco existe, porque cuando uno hace una película, siempre está mostrando sólo un fragmento de la realidad. Nunca vas a poder abarcar toda la realidad. Siempre va a haber un lugar que se te va a escapar, o que te va a desbordar; con ese fragmento o con ese bloque uno da su visión del mundo, ¿y qué más político que eso, aunque un director se presente como apolítico? Lo apolítico tiene más potencia política. La cantidad de compromiso que hay todavía no sirve para vencer la indiferencia, y todo aquel que se dice apolítico es un indiferente. Hoy hay más indiferencia que compromiso. Por eso digo que tiene más fuerza hoy, en este mundo, el que se considera apolítico o independiente, apátrida, apartidario: es mucho más funcional ese, tiene mucho más peso en esta sociedad que el otro.