En 2002, el nombre de Charlone comenzó a marcar escuela: dirigió la fotografía de Ciudad de Dios, la película de Fernando Meirelles que sacudió Brasil y que retrató por dentro el infierno de una favela, movilizó programas sociales, y fue postulada a cuatro premios Oscar (dirección, guion, fotografía y montaje). La historia se basaba en una novela del escritor Paulo Lins, que, en más de una ocasión, reconoció que el libro había llamado la atención porque él era “negro, intelectual y favelado. Es una cosa casi imposible. Fue un éxito por una especie rara de racismo: ‘¿Cómo puede un negro escribir un libro tan largo?’”. 14 años después, Charlone se propuso filmar una serie con un elenco representativo de la sociedad brasileña, y por eso debió enfrentarse al rechazo de los propios norteños, confirmando la advertencia del escritor.

En paralelo, continuó su dupla creativa con Meirelles (El jardinero fiel -2005-, Ensayo sobre la ceguera -2008-); codirigió, junto a Enrique Fernández, El baño del papa (2007), y tiempo después estrenó Artigas, la redota (2011). Mientras prepara su trabajo para American Made, un film de Doug Liman protagonizado por Tom Cruise, y un documental sobre los últimos días de Dilma Rousseff como presidenta, Charlone conversó desde Brasil con la diaria sobre cine, política y producción, con astucia y sin reverencia.

¿Cómo fue el recorrido desde que te llamó el productor Tiago Mello hasta el acuerdo con Netflix?

-Casualmente estaba ahí, en el este [uruguayo], cuando él me mandó el proyecto, que era muy incipiente y crudo, pero tenía algo que me movía, y era Netflix. Reconocía que no era mucho minha praia, como decimos aquí. No eran mi territorio la ciencia ficción ni la temática juvenil, porque tenemos claro que el target son jóvenes de 16 a 27 años. Aquí en casa, por ejemplo, a mi hija le gusta más que a mí, que laburé como un cerdo. Porque a mí es una temática que no me llegaba tanto. Vi The Hunger Games [la serie “Los juegos del hambre”] medio por obligación. Los cuatro muchachos que pensaron la serie lo hicieron por 2009, cuando estaban en la facultad, antes de The Hunger Games y todo eso. No es una copia. Andá a saber si ellos no conocieron antes ese piloto de 2011 que vos también viste en Youtube. Cuando rodé Ensayo sobre la ceguera en Uruguay fue para tratar de mostrarles a los gringos que somos capaces. Porque cuando filmé en Praga vi la importancia que tiene la presencia de estos rodajes extranjeros para el presupuesto. Me acuerdo de que invité al Pepe Mujica, que en ese momento era ministro de Ganadería, porque lo veía con una cabeza abierta. Fue la única persona a la que invité al rodaje, y le dije: “Esto para Uruguay es importante, porque aquí, en una semana, entraron 1.200.000 dólares que se desparramaron horizontalmente, no verticalmente, como cuando exportamos uvas, por ejemplo, y todo va para el dueño del viñedo, que de repente distribuye con sueldos injustos”. Con los rodajes entra dinero para hoteles, taximetristas, actores, técnicos, productores. Es un dinero muy democrático y poderoso. Entonces, siempre trabajé mucho por que se hiciera en Uruguay un servicio de producción. Y lo mismo con la posibilidad de que Netflix vea aquí en San Pablo un lugar para hacer producción, cuando lo más interesante que está pasando en el mundo audiovisual es Netflix y las series en streaming. Así que dije: “Esto no lo podemos dejar escapar”. Y estoy muy orgulloso, porque en una semana de exhibición -algo muy raro en ellos- ya confirmaron la segunda temporada [aunque Charlone rechazó dirigirla].

¿Cómo viviste el proceso de dirección?

-Fue diferente de El baño del papa, por ejemplo, porque ahí la relación era con Enrique Fernández y Elena Roux [productora]; en Artigas ya tuve una relación con Televisión Española y con Wanda Films, que tenían sus pedidos y sus exigencias. Aquí es un productor que quiere un producto, y que te compra el producto que vos le vendiste, pero él tiene expectativas, y entonces va a meter la cuchara como productor creativo. Aunque es muy buena onda, todo tiene que ser aprobado por ellos. Es como una negociación salarial con un patrón: vos le pedís 20 para que te dé diez, y así. Por darte un ejemplo, al elenco lo negociamos mucho. Ellos querían caritas más bonitinhas.

Y vos un elenco representativo del pueblo brasileño.

-Exacto. Entonces ahí hubo negociación. A ellos no les convencía la chica que hace el personaje de Joana, y negociamos su presencia a cambio de otras caras más bonitas.

Lo paradójico es que hayas tenido resistencia dentro de la producción brasileña.

-Eso fue un disparate. A mí lo que me divierte es que uno, de afuera y de atrevido, se ponga a establecer patrones brasileños. O sea, que haya sido un uruguayo el primero en exigir que este elenco fuera representativo del pueblo brasileño. Mis compañeros, los demás directores y la productora me apoyaron muchísimo en eso, Netflix lo entendió y ahora estamos muy contentos con el resultado. Pero fue muy curioso. Para mí fue tranquilísimo, porque me había pasado exactamente lo mismo en Ciudad de Dios: cuando la terminamos, aquí nos pegaron como en bolsa: que era la glamorización de la miseria y etcétera. Cuando salimos al exterior y empezó el reconocimiento internacional, recién entonces comenzaron a reconocerla aquí. Y con 3% nos pasó lo mismo. Folha de São Paulo nos pegó, Veja nos pegó, mucha crítica especializada nos pega, y yo en el fondo me mato de risa, porque veo que la gurisada está prendida.

Lo curioso es que la mayoría de esas reseñas la comparan con el entretenimiento internacional, y en ningún momento se detienen en el subtexto político o la connotación social.

-¿Y sabés qué fue lo que pasó muchísimo acá? Hubo gente que le cambió el idioma al inglés, porque le extrañaba ver una serie hablada en portugués. Eso pasó muchísimo entre los jóvenes, que decían que estaba mal doblada, que no la conseguían ver, que no la soportaban en portugués porque les sonaba raro. Dicen que está muy bien filmada pero que les extraña el idioma. Eso nos pasó muchísimo. Yo lo comparaba, de cierta manera, con el tema del rock y el tango. Cuando el rock argentino cantado en español comenzó a aparecer, a muchos nos sonaba extrañísimo. Con el tema de la serie está pasando lo mismo, pero acá a la gurisada le sorprende que le hagas una serie hablada en su propio idioma, y entonces la cambia al inglés y le pone subtítulos en portugués.

Así como Ciudad de Dios o El jardinero fiel se organizaron cromáticamente, 3% sigue una lógica similar, entre los grafitis, los colores fuertes y los blancos y grises.

-Ese fue un pedido mío al director de arte, al que no conocía y con el que hice un casamiento perfecto. Apenas llegó, le bajé línea y le dije: “Esto es Burle Marx, esto es el grafiti paulista”. Casualmente, cuando estaba en la película de Tom Cruise, de repente, tomando un café con los maquinistas, uno de ellos se me acerca y me dice: “Pah, vos vivís en San Pablo; yo soy grafitero, y para mí el grafiti de San Pablo es la referencia mundial”. Entonces me entero de que en Estados Unidos el grafiti paulista es referencia. Con más razón, no podemos perder eso. Mi mantra durante la producción fue: The Hunger Games nos come crudos en el presupuesto, no podemos competir con The Hunger Games y ese universo. Por eso, nuestro diferencial va a ser lo brasileño. Metamos Brasil, que eso nos va a diferenciar. Y en un momento -porque si bien no escribí el guion, hice retoques- le puse al guionista un ejemplo que quedó en la serie, y que es cuando Ezequiel [director del Proceso] le pega a la pantalla porque no anda. Le dije a Aguilera, “ponele ese tipo de cosas, toques brasileños”. Él estaba muy enloquecido con la estructura, y con que Netflix se la cobraba, pero me habría gustado que le pusiéramos más cosas. Incluso teníamos una discusión, porque había que crearle un conflicto a Ezequiel, y entonces se le creó el asesinato. Yo propuse: “¿Por qué no ponemos corrupción, que es el tema más candente aquí en Brasil?”. Netflix se negó, porque dijo que la corrupción era algo más abstracto y que no se iba a entender, y por eso quedó un mix: al principio hablan de un asesinato, pero más adelante se dice: “Aquí están cansados de oír hablar de corrupción”. Pero bueno, mi insistencia fue que le pusiéramos Brasil, Brasil, Brasil. Y ahí están los grafitis, la pobreza y el tema de la pobreza colorida, para quitarle el gris de la propuesta inicial. Grises han sido todas las series, hagamos una pobreza con color. Saqué una foto que me encantó y se la mandé al director de arte: es en un barrio medio bohemio, Vila Madalena, en el que un artista agarró botellas, las dio vuelta, las pintó con un color medio lavado y les agregó unas flores. Está todo el barrio tupido con eso. Y es esa cosa del reciclaje con lo pobre, con los pocos recursos, pero con la creatividad y la alegría.

¿Cómo decidiste que hubiera una referencia a la “cárcel del pueblo” tupamara dentro de la célula subversiva?

-Los muchachos tienen 27 años, y ellos no vivieron nada de eso. Hasta el tema de las capuchas lo habían planteado con un tono diferente. Yo había vivido todo eso, creía que lo teníamos que basar en algo concreto, y les propuse la “cárcel del pueblo” porque es un mundo que me es próximo y que viví de cerca, porque es de mi generación. Como se trataba de un grupo subversivo y guerrillero, dije: “Ta, hay referencias fuertes en América Latina para retomar”.

Yendo a esos años, me imagino que en tu casa había contradicciones a partir del recorrido político distinto de tu familia [es hijo de Belela Herrera y nieto del político César Charlone].

-¿Te imaginás? Mi abuelo materno es fundador del Frente Amplio, y el paterno fue ministro de [Jorge] Pacheco Areco. Yo estaba en la casa de mi abuelo paterno y oía hablar del “hijo de puta de [Enrique] Erro”. Iba a la casa de mi abuelo materno y escuchaba “el hijo de puta de Ulysses Pereira Reverbel”. Crecí oyendo las dos campanas y las llevo adentro. Claro que cuando ves la injusticia y la desigualdad, hay una que se impone, pero creo que por eso soy menos dogmático. Obviamente, a mis abuelos paternos les tenía cariño. Y además veía el amor y la admiración que mi padre -que hoy hace años que falleció- le tenía a su padre, y eso lo respeto. Yo estaba en la facultad, y en los chistes de Marcha aparecía Tutancharlón, porque mi abuelo había aceptado un ministerio de viejo, y estaban hablando de mi abuelo, el tipo que me llevaba a pescar cuando era chico.

¿Y tu respuesta fue irte de mochilero a Brasil?

-Me fui de Uruguay. Es que estaba en el IAVA, y yo me llamaba igual que el ministro que “estaba vendiendo a Uruguay al FMI [Fondo Monetario Internacional]”. O sea, mis compañeros de clase salían a la calle a gritar “muera Charlone”, “abajo el FMI”. César Charlone se llamaba... Cuando llegué a Brasil, fui Juan de los Palotes. Empecé de cero, sin que me conociera nadie. Mi felicidad en aquel momento, y mi tristeza después, fue la distancia que Brasil tiene de Uruguay. Últimamente, con el Pepe y con el fútbol, eso está cambiando. Pero cuando llegué a Brasil, a la Copa Libertadores ni la conocían. Ahora le dan un poco más de pelota. Y con el Pepe todos se quieren ir a vivir a Uruguay. No te imaginás la cantidad de amigos que tengo que quieren irse a vivir ahí. [Fernando] Haddad fue un intendente muy capo de San Pablo, del PT [Partido de los Trabajadores], y una de sus características fue que llenó San Pablo de ciclovías, porque es muy amigo del transporte alternativo. Y uno de sus comentarios antes de irse fue que su última obra iba a ser una ciclovía directa de San Pablo a Montevideo.

En esa época, cuando terminaste la escuela de cine y tuviste que insertarte en el medio, ¿dudaste entre la pornochanchada [un subgénero popular en Brasil, de características obvias] y la publicidad?

-En realidad fue lo que se me dio. Yo era muy joven, necesitaba pagar las cuentas y sobrevivir. Cuando salí de la escuela de cine, fui a hacer una pasantía a una productora que hacía periodismo en cine, el noticiero en la pantalla, que pasaban en los años 70. Y ahí llegó un tipo que estaba iniciando una productora de publicidad, pero su propuesta era hacer una estructura de comerciales para trabajar en películas. En ese momento salía de la escuela y tenía mis ídolos brasileños, Nelson Pereira dos Santos y Dib Lutfi, fotógrafo de Glauber Rocha, un monstruo que acaba de fallecer, con el que aprendí todo lo que es cámara. Era conocido como la cámara trípode, porque lo que hacía con la cámara en mano era impresionante. Y el otro era Mário Carneiro, un arquitecto y pintor, alguien que complementaba las dos cosas [mueve su celular para mostrar el cuadro que le regaló], era un intelectual, y su fuerte era la iluminación, mientras que el de Lufti era la cámara, así que aprendí mucho de los dos. Y yo no estaba ni cerca de conocerlos. Pero cuando llega este tipo de la productora me dice: “Estoy abriendo una productora y hago comerciales con estos tipos”, ahí me colgué, y le dije que igual iba a barrer el estudio. Así fue como empecé haciéndoles la asistencia a estos dos ídolos. Y con Mário Carneiro hice hasta cortometrajes. Así fue como la publicidad entró como algo natural. Eso generó que me mudara a Río de Janeiro, y entonces casi que me aislé de la existencia de la pornochanchada.

Después, con el tiempo, has rechazado propuestas de trabajo por considerar que no implicaban ningún aporte para mejorar la situación actual.

-El tema es que soy parte de una generación que carga con eso de que la razón de su vida es que las cosas estén mejor, y por eso nos metemos en política, en la militancia. Eso lo llevás en el cotidiano. Cuando salgo a la calle, por ejemplo, y hay un tipo que no respeta una cebra, yo me tiro adelante, le pongo la mano y lo pesadeo. Eso lo llevás adentro. Entonces, es muy duro que te suene el despertador a las 4.30 para ir a trabajar 12 horas si, aparte de la guita, que en publicidad es mucho más, no tenés una temática o algo que te estimule, que te caliente. Te cuesta levantarte. Es un poco por ahí: esto que estoy haciendo vale la pena no sólo porque me pagan bien, sino también porque está bueno. Eso te estimula. Por ejemplo, me llamaron para hacer El llanero solitario, con Johnny Depp [2013], y eran nueve meses. Nueve meses sonando el despertador y yo teniendo que ir a filmar una chotada... Me voy a aburrir. Entonces, si es para pagar las cuentas, las pago dirigiendo publicidad. Si es para salir de casa, que sea algo que valga la pena.

En muchos de tus trabajos se pueden ver variantes de la desigualdad social. Incluso Ciudad de Dios, si se reformula, puede volverse una distopía.

-Sí, totalmente. Hay algo que siempre cuento: las madres de mis hijos -me casé dos veces- son del medio cinematográfico, así que mis hijos crecieron en él, y era casi natural que se embarcaran en el mundo del cine. Pero yo creí que tenía que evitarles ese dolor, traté de mantenerlos lo más alejados posible, y casi nunca los llevaba al set. Pero en Ciudad de Dios, sí. Y no sólo quise que fueran al set, y que trabajaran, sino que además tuvieran la vivencia de un mundo que muchos brasileños no conocen. Valió la pena y los marcó, porque cada uno de ellos vivió experiencias en ese conocer su país desde adentro. Vivimos en esta Dinamarca que me rodea, y no conocemos el Haití que está ahí nomás, detrás de las tapaderas.

El baño del papa registra la pobreza pero la desplaza del eje habitual y la acerca al humor. ¿Qué fue lo que más te interesó de ese cruce entre el drama social y la comedia?

-90% del guion es de Enrique. Lo que me interesaba era esa realidad que hablaba mucho de la mía: del uruguayo que depende del brasileño para realizarse, y que por el brasileño hace cualquier cosa, hasta vende su carrito. También eso del país chico dependiendo de la gran potencia. Porque para mí también se juega una alegoría de país, es el uruguayo vendiendo todo para la venida del brasileño. Y me interesaba muchísimo la realidad de los quileros, que somos nosotros.

En varias oportunidades has dicho: “Mi generación soñó con la revolución y nos falló; no la hicimos bien”. ¿Cómo se reposiciona esto hoy en día, incluso con lo que está viviendo Brasil?

-Es la constatación de lo que estamos viviendo hoy en día: logramos avanzar con el resultado de estos últimos gobiernos progresistas, y no sé si falló, pero creo que podría haber sido mejor. Podríamos haber establecido más relación y comunicación con aquellos por quienes luchábamos, la clase trabajadora. La televisión por cable acá es exclusiva para la elite, Haití no la conoce, salvo por los vendedores ambulantes que venden equipos clandestinos y piratas, para que te cuelgues al cable gratis. Es la única forma en que la clase trabajadora accede. Cuando estábamos filmando el lado de acá de la serie, estábamos en una favela, y, claro, la gurisada se aproximaba y preguntaba: “¿Che, ¿y esto dónde lo van a pasar?”. Yo les decía “en Netflix” y enseguida veía las sonrisas, “ah, tengo Netflix, yo lo voy a poder ver”. “Yo lo voy a poder ver”, ¿te das cuenta? Es el orgullo. Esto de internet y las redes sociales es maravilloso lo que ha democratizado. La mayoría de los youtubers de Brasil son de extracción muy popular, y están accediendo a tener un canal de comunicación con millones de personas, ganando plata, haciéndose famosos. Son gente de extracción popular, y son fortísimos. Con el lanzamiento descubrí un mundo maravilloso. Ahora se hizo el evento de Comic Con, que acá, en San Pablo, junta a 180.000 personas, y todo es muy democrático.

Estás preparando un documental sobre los últimos días de Dilma Rousseff como presidenta. ¿Cómo viviste el proceso del impeachment?

-Fue la crónica de una muerte anunciada. Ese golpe, como dice Dilma, lo tenían armado desde la reelección. Yo tengo una anécdota que lo ilustra muchísimo: cuando me había mudado a Brasil, era joven y tenía una novia, decidimos irnos a una playa del norte a pasar el fin de semana. Y yo era peludo, con cara de macoñero. Me para la Policía, yo no tenía nada arriba y le decía “no me vas a encontrar nada”. Pero el tipo me respondió: “Si yo quiero, te encuentro que el neumático no está con la suficiente ranura, que el bomberito no tiene suficiente gas”. Eso fue lo que hicieron con Dilma. Una payasada. Es muy curioso porque acá, en Brasil, yo jodo con que repetimos las ondas de Paraguay: después del golpe de [Alfredo] Stroessner viene el golpe de 1964 aquí, el golpe contra [Fernando] Lugo -que también fue un golpe institucional-, y el golpe contra Dilma. Ensayan en Paraguay y después ejecutan en Brasil.

Durante la filmación, el senador Cássio Cunha los acusó de hacer propaganda internacional del PT.

-Y es sólo con guita de nuestros bolsillos. La película es con Anna Muylaert, una cineasta que también egresó de la Universidad de San Pablo, y que en general se dirige a la clase media alta. Pensá que Brasil tiene 204 millones de habitantes, y se considera un blockbuster algo que logre de 200.000 a 500.000 espectadores. Es ridículo, casi es público de teatro. Por eso me interesaba tanto Netflix, porque le estás hablando a otra cantidad de gente.

¿En qué etapa está el documental?

-En este momento lo estamos decantando, porque aprendí de un productor estadounidense que un acontecimiento muy reciente, por más fuerte que sea, compite con el periodismo e, históricamente, no tiene valor cinematográfico. Entonces, queremos que se decante, que se entienda un poco más. Estamos reviendo los materiales, por ahora establecimos una dirección colectiva, y estamos haciendo una propuesta de línea narrativa.

Y cuando venís de vacaciones, ¿seguís encontrando buenos tomates?

-¡Sí! Los mejores del mundo. En verano para mí eran obligatorios, al mediodía y de noche. Pero ahora estuve en España y también los pasé para la mañana, porque aprendí la costumbre del “pan tumaca”. Y además me gusta encontrarme en Uruguay con los amigos, los olores, los sabores. Después de ocho años de terapia para tratar de entender si era uruguayo o brasileño, admití que soy brasiguayo, y vivo Uruguay aquí, en el departamento 20, como uno más. Esa es mi realidad.