“El rock es político. Si no dice nada es político por omisión; quizá cómplice. No hay que menospreciar la calidad del público”.

Hace un tiempo, Andrés Calamaro empezó a boxear. Se calzó los guantes y se puso a las órdenes de Martín Coggi, hijo del célebre Látigo, campeón mundial de los superligeros. Sin embargo, la actitud del cantante, el Salmón, el dueño de la lengua popular, siempre fue de púgil.

Sabe pegar buenas piñas desde jovencito; esas canciones como trompadas que todos recordamos. Y también sabe distraer con fintas rimadas para meter ese uppercut bien debajo de la pera, con una frase que resuene hasta contar diez y por los siglos de los siglos y amén. Alguna vez le tocó perder, pero con la elegancia y la arrogancia del que siempre pide revancha.

En los últimos meses estuvo atareado. Entretenido. Viajó a Los Ángeles para grabar con un cuadrazo estadounidense Cargar la suerte, tal vez su mejor trabajo desde Honestidad brutal (1999), una docena de canciones de esas para mandar al espacio. Allí, a punto de ebullición, Calamaro repasa sus vicios y preocupaciones con la obsesión de un entomólogo. Llevó, dice, “una cosecha de canciones en los renglones”, y hay, entonces, un homenaje a los señores delincuentes, a los amigos, a sí mismo. Y se pregunta y le duele el amor, Argentina, esa cosa que llamamos rock, y alguna más.

Además, lleva adelante La hora de los magos, un programa musical en FM La Patriada, y hace días mostró su arma más nueva: Nervio, cultura y delitos, una publicación digital (www.nerviodigital.com) en la que firmas amigas ponen el hombro como excusa para rodear las venenosas palabras de Enrique Symns, el último maldito. Y también, por qué no, se descubrió como un militante civilizado del intercambio de ideas en Twitter, con el mote de @bradpittbull666.

Está contento y con proyectos. Trata de cuidarse, dice, y eso implica tanto su estado físico como su exposición pública. Por eso, es casi imposible sacarle un mano a mano, hacer que su voz quede registrada para que se vuelva palabra impresa. Sin embargo, desde su guarida en algún lugar del mundo (¿Buenos Aires?, ¿Madrid?), una noche prometió responder por escrito un puñado de preguntas, y pidió paciencia. “Paciencia. Ese es mi segundo nombre”, contesté, pero al día siguiente un afectuoso mail con su firma puso fin a la espera.

Cargar la suerte es un disco de rock, de dientes apretados. ¿Qué necesidad tenías, qué había dentro de vos a la hora de componerlo y grabarlo de esta forma?

Sinceramente, nos encontramos con estas canciones y la grabación resultó extraordinaria. Este disco es este disco, y todo salió perfectamente. Mi necesidad, exagerando un poco, eran deseos de escribir. Me gusta escribir todos los días y estaba mejorando una serie de canciones sin música. Después hicimos canciones, mejoramos las maquetas hasta sentir que el repertorio estaba maduro para grabar. Y grabamos casi todo en cuatro días, un verdadero máster en grabación tradicional. Dentro de mí habitaba una soledad cómplice.

Entiendo Cargar la suerte como un disco político, de los que escasean. Con declaraciones de principios, con ideas molestas, con sonido humano, a rock, con guitarras, pianos, baterías. ¿Coincidís con eso? Tomo prestado el concepto de Rebelión, del nuevo álbum de Ilegales, en el sentido de que me parece un álbum rebelde.

No me atrevo a compararme con Ilegales, pero Cargar la suerte tiene contenidos. Al salirme de mis habituales lamentos rancheros contemplo la realidad en su conjunto, entonces es un disco más político, más reflexivo, más feminista y más queer. Sólo dos canciones narran el suicidio del amor; afuera, el mundo, la sociedad y mis principios.

El otro día leía el dato –no sé qué tan de fiar será– que, en cantidad de escuchas, el rock, sólo en Estados Unidos y en todas sus variantes, cayó de 19% en 2017 a 11% en 2018. ¿Creés que asistimos a la muerte del género tal como lo concebimos?

¡Qué disparate! El rock no puede ser más grande. Es ícono social y conjunto cultural. Rockin' the Fillmore, de Humble Pie, grabado en 1971, sigue siendo un álbum inmejorable, como Transformer, de Lou Reed [1972], y mil discos más. El rock está vivo en los bares, los locales de ensayo, y los grandes grupos llenan estadios de fútbol. Además nos distingue, es nuestra raza, es el nombre de una raza en extinción. Sigue vivo.

Andrés Calamaro. (archivo, julio de 2017)

Andrés Calamaro. (archivo, julio de 2017)

Foto: Andrés Cuenca

En 60 años el rock fue sexy, elegante, contestatario, divertido, peligroso. ¿Qué queda de eso? ¿Hay algo de esto en “Falso LV”, en la que decís “Vienen con camisetas de Ramones y peluquería falsas”?

“Falso Louis Vuitton” es una sátira política. Está cantado sin rabia, más bien se ríe un poco de las tendencias que secuestran lo que antes conocíamos como ideologías. Para el rock siempre “es hoy”. Es cuestión de voluntad para encontrarlo; todos los días un artista estrena algo valioso. Tampoco nos vamos a sentar a la misma mesa que cualquiera; tenemos límites éticos, aunque no demasiados. Sigue siendo sexy, elegante, contestatario, divertido y peligroso. Son los otros géneros los que quieren contagiarse de nuestra candela.

Así como Jorge Luis Borges decía que, por ejemplo, Herman Melville prefiguraba a Franz Kafka, se me ocurre que el rock fue prefigurado, obviamente, por el jazz y, de este lado del mundo, por el candombe, el tango y la milonga, pero también por cierta literatura como la de Louis-Ferdinand Céline, Roberto Arlt y John Fante. ¿El rock como género es simplemente un estadio de la cultura?

Es rock es multigénero o degenerado. Y podemos hablar de una “cultura rock” que bebe del cine, la literatura, el blues y los fundadores. La literatura es otro planeta, pero el rock sabe leer. Los folclores son otra cosa, como el flamenco, como el tango. Pero el rock no es ajeno a las raíces ni a la vanguardia. Es hijo del blues pero está bendecido por Allen Ginsberg, Andy Warhol, Hebe de Bonafini, Maradona y Muddy Waters.

¿Qué sentido tiene hoy seguir publicando discos? Hoy son canciones sueltas, playlists recomendadas, armadas por un algoritmo. Sin embargo, Cargar la suerte tiene la belleza y la cohesión de las grandes grabaciones. ¿Qué tan deliberada es la construcción de una unidad hecha de canciones? ¿Cuánto hay de “manifiesto político” en ella?

El rock es político. Si no dice nada es político por omisión, quizá cómplice. No hay que menospreciar la calidad del público. Elegimos entre 50 maneras posibles de grabar un disco; ahí el compromiso. El álbum es la reverencia a la música. Cargar la suerte es un álbum y responde a la ciencia del arte de grabar discos. Sigo pensando en discos, en ensayos y en recitales; en grabaciones. Crecí en el formato. Responde a una política interna; nuestro sector sufrió cambios muy violentos, algunas de nuestras playas fueron usurpadas y arrasadas. Estamos cantando entre las ruinas de lo que fue un pilar cultural e industrial, del siglo pasado.

Hace años escribiste “Qué lástima, Argentina, eras un bizcochuelo, ahora sos gelatina”. ¿Qué es Argentina ahora? ¿Qué es el mundo en que vivimos?

Argentina es un escenario cruel desde hace muchos años. El enemigo existe y atiende en demasiadas sucursales de usura, miseria, dictadura, estafa, degradación social y crisis permanente. Fuimos torturados y asesinados miles de veces. El mundo es desigual… Guerras, pestes, drogas, persecución, hambre... Es cruel. Pero nos envuelve también de belleza y de música.

En las canciones de Cargar la suerte hay mucho de asaltantes de camiones, toreros, bandidos, y una reivindicación del borde (y del Borda) en tiempos de corrección política. ¿Te interesa la polémica que puede suscitar, o simplemente dejás que hable la obra?

La polémica me aburre, pero la conversación es un arte que vale la pena cultivar. La polémica son dos sordos discutiendo sin escucharse. En mis canciones las personas son verdaderas y reales. Mi vida responde a mis amistades. Y la nuestra es una cultura literaria no académica. Y guitarras. Nacimos para cantar y grabar discos. La tauromaquia, la amistad con mis amigos, escribir y escuchar música. Esa es mi vida, porque me da la vida.

Sos un gran compositor de canciones tristes, desde “No me pidas que no sea un inconsciente”, pasando por “Crímenes perfectos”, hasta acá. ¿Qué hay en la pena, en la melancolía? ¿Tiene que ver con tu porteñez, con tu esencia tanguera? Pienso en el tango y el bolero, hijos de la misma madre, que también es africana. ¿Es así? ¿El arte nunca es inocente? ¿O sí?

Hay algo de bolero, o de tango, en el rock de Argentina. Está en las insólitas melodías, en la lírica de los fundadores, de los inventores del invento. Heredamos contenidos armónicos originales, poesía y raza. La presunción de inocencia no es algo que importe al arte... Es mucho más que culpable o inocente, es inmaterial, es amoral.

En una entrevista con la revista Hola de hace casi un año decías que no te considerabas ni un escritor de canciones ni un cantante. Sin embargo, más allá de gustos, tu obra es vastísima y se sostiene sola. ¿Para qué se escribe, para qué se compone, para qué se canta?

Me resigno a considerarme un cancionista no académico. Me encontré con las canciones, y con cantarlas, por “accidente”. En la circunstancia. Mi “plan maestro” era tocar los teclados con artistas buenos. Es lo que hice con Miguel Abuelo, Charly García y Los Rodríguez. Ahora asumo responsabilidades de cantante. Soy un cantante de laboratorio: canto leyendo y con micrófono.

Contame de Nervio. Decías en un tuit que era casi una excusa para el regreso de Enrique Symns a la publicación, y además hay aquello que el periodista reivindicaba en tiempos de Cerdos & Peces, de la “crónica delincuencial” en lugar de policial. ¿Qué es, en definitiva?

Nervio es una bomba a punto de estallar. En Nervio conviven enemigos; sentamos a la misma mesa a gente que no se tolera, con profundas diferencias. Creo que las diferencias éticas, ideológicas, incluso las ofensas personales, deberían pasar a un cordial segundo plano. Saludar al adversario como a un amigo. Somos como Charlie Hebdo escrita por musulmanes.