Como ya hemos dicho en notas anteriores, en nuestro país el problema principal del cambio de uso del suelo no es el de la deforestación, sino el de la pérdida de superficie de pastizales naturales para realizar allí producción agrícola, entre ella, la forestación con especies exóticas como el eucalipto y el pino. Al fenómeno en esta sección lo hemos bautizado despastizalización.

Según el portal MapBiomas Uruguay, entre 1985 y 2022 Uruguay perdió 20% de sus pastizales naturales. La mayoría de esos suelos fueron convertidos en explotaciones agrícolas o forestales, pero mientras que la expansión agrícola se habría detenido por 2015, no pasó lo mismo con la forestación. “El avance de las plantaciones forestales, que se ve claramente a partir de la aprobación de la Ley Forestal a principios de la década de 1990, desde entonces nunca paró, y sigue creciendo en tres grandes polos forestales”, nos comentaba en diciembre de 2023 el investigador Santiago Baeza, miembro de MapBiomas Uruguay e investigador del Departamento de Sistemas Ambientales de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República.

En este panorama, conocer qué cambios produce este pasaje de suelos que albergaban pastizales a suelos que sustentan explotaciones forestales se torna relevante. Más aún cuando se ha reportado que tras la forestación el pastizal natural no se regenera, lo que nos lleva a pensar que más que en estrategias de restauración, haríamos bien en apostar por la detención de la expansión forestal en algunas zonas sensibles.

En todo este contexto, la publicación del artículo Efectos diferenciales sobre la repelencia al agua del suelo de plantaciones de Eucalyptus y Pinus en sustitución de pastizales naturales, de los investigadores de la Facultad de Agronomía Maximiliano González y Mario Pérez, del Departamento de Suelos y Aguas, y Pablo González y Oscar Bentancur, del Departamento de Biometría, Estadística y Computación, es más que bienvenida. Porque, por sorprendente que parezca, a tres décadas de aprobada la Ley Forestal ver los efectos de la forestación en donde antes había pastizales sigue siendo algo extremadamente novedoso.

A todo esto agreguemos un componente extra de coyuntura: tras una gran sequía que dejó sin agua potable a la mitad de la población del país –aunque era sí “bebible”–, luego asistimos a inundaciones que obligaron a evacuar a miles de personas. Ya que el artículo habla de un aumento de la hidrofobicidad del suelo, uno podría preguntarse si el fenómeno habrá incidido en que más agua de lluvia, en lugar de entrar al suelo, pudiera haber terminado escurriendo a las cañadas, arroyos y ríos, agravando así la situación. Así que con la curiosidad exaltada, salimos disparados más rápido que gato con hidrofobia ante una ducha al encuentro de Maximiliano González y Mario Pérez.

Un tema que lleva tiempo goteando

“La hidrofobicidad del suelo, o repelencia al agua, ocurre cuando los suelos tienen una afinidad reducida por el agua, lo que resulta en un retraso en la humectación del suelo durante períodos variables”, sostiene el artículo. “Las implicaciones de la repelencia del agua del suelo son significativas tanto para la productividad como para el medio ambiente, incluida la reducción del agua disponible para el crecimiento de las plantas debido a menores tasas de infiltración, mayor escorrentía y erosionabilidad del suelo, frentes de humedecimiento inestables y flujos preferenciales, y la posible aceleración de la lixiviación de contaminantes”, agregan.

¿Cuándo fue que los autores se pusieron a pensar en el tema? Hace tiempo. Y como sucede muchas veces, gracias a preguntas que surgen en el campo trabajando en otros temas.

“Esto empezó a fines de la década de 1990 y fue de mis primeras incursiones en la investigación junto al Gaucho García [Fernando García, entonces también del Departamento de Suelos y Aguas]”, afirma Mario Pérez en el sótano de la Facultad de Agronomía. “La facultad y el Instituto de Mecánica de Fluidos de la Facultad de Ingeniería estaban haciendo un trabajo de consultoría para la Dirección Forestal en aquel entonces, y nuestra responsabilidad era relevar suelos bajo uso forestal en distintas zonas del país”, agrega. Entonces trabajaron en prácticamente una decena de sitios. Y algo los sorprendió.

“La microporosidad del suelo en la parte superficial era menor en el suelo de uso forestal que en el campo natural. Los análisis de laboratorio consistentemente, en lugares de Tacuarembó, Lavalleja y del litoral, nos daban eso. Y a mí esa reiteración del resultado en las distintas zonas me llamó la atención”, confiesa Mario. Tras revisar la literatura a la que tenían acceso, encontraron que una de las posibles causas podía ser un efecto de la hidrofobicidad. La pregunta quedó planteada y siguió dentro de Mario mientras salió del país a realizar su doctorado.

“Cuando regresé, en 2007, Jorge Hernández estaba dirigiendo una tesis de la Licenciatura en Biología, y estaba trabajando justo en la hidrofobicidad. En esa tesis se trataron de aislar qué compuestos podía haber en el suelo en relación con eso. Fue un análisis exploratorio y tuvimos algunos problemas con la parte analítica”, recuerda. Aquello no sació su curiosidad. “El asunto me seguía interesando. Cada vez que hacía una búsqueda por otro tema, me aparecía lo de la hidrofobicidad. Así hasta que en 2016 llegó Maximiliano a la oficina en busca de temas para su tesis de maestría”, cuenta.

Maximiliano no podía haber caído en mejor momento (si lo que quería era estudiar la hidrofobicidad; si sus intereses pasaban por otro lado, entonces no tuvo más remedio que seguir con la obsesión de Mario). “Con Jorge Hernández, hoy ya retirado de la facultad pero igualmente muy activo, habíamos marcado dos tesis para un ensayo que teníamos con una empresa forestal en el norte del país, y una justamente era sobre la hidrofobicidad”, cuenta Mario.

Como bien dice el trabajo, el experimento de plantar parcelas con Eucalyptus grandis y Pinus taeda a tres densidades distintas en un lugar de Rivera en el que previamente había pastizal había comenzado en 2004 y la idea era observar cambios a lo largo del tiempo. Por tanto, cuando Maximiliano se subió al barco, el predio experimental ya tenía 12 años.

Maximiliano González confirma que llegó al tema de forma un poco azarosa. “Con un amigo de la facultad teníamos el objetivo de seguir investigando, de seguir formándonos. Sabíamos que había proyectos de investigación vinculados al sector forestal en el Departamento de Suelos, y así fue que terminamos los dos golpeando la puerta del departamento y teniendo esa reunión con Mario y con Jorge”. Listo: su maestría abarcaría la hidrofobicidad del suelo. “Fui aprendiendo sobre la marcha acerca de esta propiedad, y de suelos en general”, dice satisfecho ahora.

El aporte local a hidrofobicidad

“El proceso de hidrofobicidad es ampliamente referenciado en la literatura internacional. Pero muchos de esos trabajos vienen de países como España, que tienen zonas áridas, o zonas donde la génesis del suelo se da bajo cubierta forestal”, comenta Mario. Sin embargo, el trabajo que realizaron aporta novedades. “A nosotros lo que nos parecía una contribución interesante era ver qué pasaba respecto de la hidrofobicidad cuando el cambio del uso del suelo se daba desde una pastura en una zona templada del mundo a la forestación”, dice.

Como dejan por sentado en el trabajo, “la evolución de la repelencia al agua del suelo debido al establecimiento de plantaciones forestales en pastizales naturales en zonas de clima templado ha recibido poca atención de la investigación a pesar de su importancia”. Y para un país que atraviesa una pérdida de pastizales importante, el tema es aún más relevante.

“El asunto de la hidrofobicidad es un puzle que estamos tratando de entender”, dice Mario. “Es un mecanismo que está reportado y que obviamente tiene mucho que ver con la característica propia de los sistemas forestales de que la materia orgánica que se va a descomponer se deposita sobre el suelo”, señala.

Sobre la consecuencia de esto afirma que hay dos visiones. “Una sostiene que la relación de compuestos orgánicos de estos sistemas respecto del anterior cambia y hace hidrofóbica a esa interfase que interactúa con el suelo, mientras que la otra afirma que esta descomposición introduce otros componentes orgánicos que antes no estaban en esos suelos”, explica.

“En ese sentido, enseguida de comenzar aplicamos a una fuente nacional de financiación con un proyecto para tratar de identificar los compuestos orgánicos y ver cuál de estos dos escenarios se daba, pero fracasamos con total éxito”, lamenta Mario. En este trabajo lo que sí pueden afirmar es que esa hidrofobicidad se está dando.

Un trabajo en superficie pero nada superficial

Tenían entonces predios en una forestal de Rivera en los que previamente había pastizales naturales y en los que parte de ellos pasaron a ser plantaciones de Ecualyptus grandis y otras de Pinus taeda, dos de las especies más plantadas en el país. Y si bien el suelo puede tener cierta profundidad, para su investigación vieron qué pasaba en su capa más superficial.

“Lo que hicimos en el campo fue extraer muestras de suelo de hasta tres centímetros de profundidad, tanto de ambas plantaciones como de pastizal”, cuenta Maximiliano. ¿Por qué sólo hasta tres centímetros? “Partimos del supuesto de que el carbono en un sistema forestal se estratifica más que en un sistema pastoril, por lo que decía Mario de que entra al sistema por arriba, desde la interfase sobre el suelo mineral”, explica. Cualquiera que haya ido a un predio con pinos o eucaliptos comprende bien lo que dice: el piso en un caso es una alfombra de pinocha, ramas y piñas, y en el otro de hojas, ramas y cortezas. Esa es la materia verde con carbono que, tras formar el mantillo o el mulch, luego será incorporado al suelo.

Maximiliano explica que en los pastizales, en cambio, el principal aporte de carbono se da por las propias raíces de los pastos. “Si el fenómeno de hidrofobicidad se daba, se tenía que dar en esta interfase, en la superficie entre el suelo orgánico y el mineral”, sostiene. Eso fue lo que midieron entonces. Pero, además, hay una aclaración que será relevante más adelante: “Para esa medición de la interfase del suelo, removimos el mantillo, esa hojarasca formada por hojas y ramas, y lo que se caracterizó fue esa parte superior del suelo mineral”.

Midiendo la hidrofobicidad

¿Cómo se mide la hidrofobicidad del suelo? Hay un método para ello, denominado Water drop penetration time, algo así como tiempo de penetración de gota de agua. Podríamos decir que consiste en dejar caer agua con un cuentagotas –en este trabajo cinco gotas de 0,08 mililitros cada una– sobre las muestras de suelo que se acomodan en placas de cerámica. “Lo que se mide es el tiempo que demora en romperse la gota y en mojar la superficie del suelo”, explica Maximiliano. En este caso, además, midieron el tiempo que demoraron las gotas de agua en infiltrarse a tres diferentes presiones (-10, -33 y -100 kilopascales, lo que se denomina distintos potenciales matriciales del suelo).

Los resultados que obtuvieron fueron bastante significativos. La forestación afectó al suelo donde antes había pastizal de gran manera. Pero, además, el efecto fue distinto de acuerdo a la especie forestada. “La sustitución de pastizales nativos por plantaciones forestales aumentó significativamente la hidrofobicidad de la superficie del suelo, que fue más pronunciada bajo Eucalyptus grandis que en Pinus taeda”, reporta el artículo. Esto se vio a las tres presiones probadas: “los suelos bajo cubierta forestal tuvieron menos capacidad de retención de agua que aquellos bajo pastizales en cada nivel de potencial matricial del suelo”, publicaron.

En el caso de los suelos que tenían pinos, el aumento de la hidrofobicidad fue de gran magnitud: “el valor medio del tiempo de penetración de las gotas de agua bajo Pinus taeda fue 5,1, 8,4 y 15,7 veces mayor que bajo pastizales a -10, -33 y -100 kilopascales de potencial, respectivamente”, reportaron.

Si en lugar de veces hablamos de porcentajes, entonces a las tres respectivas presiones la hidrofobicidad de los suelos con 13 años de forestación de pinos aumentó 510%, 840% y 1.570%. Se trata de un aumento considerable. Pero resulta pequeño en comparación con el cambio producido por los eucaliptos. “Se encontró que la hidrofobicidad del suelo bajo Eucalyptus grandis fue 8,2, 16,4 y 63,8 veces mayor que bajo pastizales a un potencial de -10, -33 y -100 kilopascales”, dice el trabajo. Si lo pasamos a porcentaje, los suelos con eucaliptos, en comparación con el pastizal, aumentaron su repelencia al agua en 820%, 1.640% y 6.380%.

En todos los escenarios entonces –tomando el mínimo y el máximo por especie y presión– la hidrofobicidad del suelo forestado en comparación con la del pastizal aumentó entre 510% y 6.380%, por lo que en el artículo señalan que “el cambio de uso del suelo de pastizales naturales a plantaciones forestales aumentó significativamente la repelencia al agua del suelo”.

¿Impacto hidrológico?

Es un hecho: si les quitamos el mantillo a los suelos de predios forestales de estas dos especies exóticas, y medimos su hidrofobicidad, veremos que es mayor que la de un pastizal natural en el mismo tipo de suelo. Al inicio de la nota nos preguntábamos si esto podría afectar la escorrentía de agua y, entonces, hacer más problemáticas las inundaciones como las que acabamos de ver. La buena ciencia tiene eso: por cada respuesta dispara más preguntas. Pero también, si la ciencia es buena, no vale responder la nueva pregunta sin más ciencia.

“Se necesita más investigación para determinar si las alteraciones del suelo derivadas de la conversión de pastos nativos en plantaciones forestales en climas templados conducirán a una disminución significativa en la capacidad de retención de agua del suelo y a un aumento de la hidrofobicidad a profundidades más profundas”, sostienen en el trabajo.

“En el artículo decimos que nuestro trabajo se redujo a esa profundidad de los primeros tres centímetros. Lo que todavía no hemos trabajado, aunque sí lo tenemos en carpeta, es si esto tiene o no un impacto hidrológico”, amplía Mario. “El impacto hidrológico, pensando en la lluvia que cae en el sistema forestal y llega hasta esta interfase del suelo, puede ser de dos tipos. Puede pasar que el agua que llega allí no ingrese al suelo y escurra, o si ingresa al suelo, no sea retenida y siga hacia abajo”, plantea. “Ese efecto hidrológico no lo hemos caracterizado y entendemos que la forma de hacerlo requeriría mucho instrumental y muchos años de evidencia a través del uso de modelos”, aventura.

Maximiliano hace otro aporte. “Dado que para este trabajo quitamos el mantillo y lo que medimos fue la hidrofobicidad de los tres primeros centímetros del suelo, una gran pregunta es cuáles son las implicancias hidrológicas de esto que medimos en esa superficie del suelo mineral en una situación con mantillo”, dice con toda lógica. “Uno esperaría que en una situación sin mantillo aumente el escurrimiento si se dificulta la infiltración. Pero esa es una situación que se puede dar en momentos muy puntuales y que, de alguna manera, no describe una situación real, salvo que ocurra durante un incendio o cuando recién se acaba de hacer la cosecha si se remueve el mantillo”, afirma Maximiliano.

“El efecto del mantillo asociado a la ocurrencia de hidrofobicidad medida en este tipo de sistemas forestales sigue siendo una pregunta que habría que caracterizar de alguna manera”, dice. Y dado que el mantillo “genera una rugosidad hidráulica”, Maximiliano conjetura que eso hace que el agua “tal vez se termine infiltrando al quedar atrapada por ese mantillo que genera fricciones. Pero es algo que no medimos y es una pregunta que queda abierta”.

“Como comenta Maximiliano, es una cuestión de tiempo. La hidrofobicidad genera un retardo en el comienzo de la infiltración del agua. La situación real de campo necesita considerar la hojarasca que está arriba, que en este caso no consideramos”, concuerda Mario.

“Yo diría que podría haber un efecto positivo si el agua que ingresa no se retiene en esta primera interfase, va hacia abajo, y con ella arrastra el carbono. Esto podría asociarse a algo que hemos visto en otros trabajos, de que hay un pico de aumento de carbono a profundidad, en lo que esto podría estar incidiendo”, afirma Mario. “Por otro lado, podría haber un efecto negativo si por algún motivo se remueve la cubierta del mulch orgánico, el suelo queda expuesto, y en determinadas condiciones de humedad y precipitación se pueda propiciar más el escurrimiento”, conjetura en el otro sentido. “Pero hoy por hoy no tenemos ninguna hipótesis alarmista de que vaya a ocurrir un desastre ambiental por este efecto”, enfatiza.

Como el trabajo está enmarcado en los cambios de uso del suelo y que la alteración que ven en la hidrofobicidad es significativa, también es oportuno preguntarse si estos cambios permanecen una vez que termina la actividad forestal.

“No medimos eso. Pero hay un mar de preguntas”, sostiene Maximiliano. “Si este es un fenómeno de interfase, una pregunta importante es qué sucede si ese suelo se laborea después de un ciclo forestal y esa interfase superficial se barre, se mezcla con el suelo mineral en un estrato de 20 centímetros. ¿Se pierde esa propiedad o no? Esa es una primera pregunta que hay que hacer a la hora de decir qué pasa después de un ciclo forestal”, afirma.

“Lo otro es que estos cambios fueron rápidos, por lo que vimos, debido a que esos son suelos muy arenosos, con poca superficie de partículas a recubrir en relación con otros tipos de suelo. Uno tendería a esperar que cuando se cambian las características del carbono de entrada a ese sistema, en un eventual pasaje a una nueva situación de cobertura de pastizales, la rapidez sea similar, pero en el sentido opuesto a lo que nosotros vimos acá. Pero eso es algo hipotético, no lo medimos”, aventura Maximiliano. “Eso tiene relación con lo que en suelos llamamos capacidad buffer: la capacidad de un suelo de amortiguar cambios. En general, estos suelos típicos forestales tienden a tener poca capacidad buffer, por esas características de tener pocas arcillas, ser muy arenosos, tener materiales con una composición química relativamente poco reactiva en comparación con un tipo de suelo agrícola. Esa relativamente poca resistencia a los cambios es esperable que también ocurra en una transición inversa”, dice contextualizando su razonamiento. “Pero son todo preguntas, uno solamente puede hipotetizar. Es una pregunta sumamente interesante y relevante evaluar, en relación con esta hidrofobicidad, el eventual retorno a sistemas de pastizales posforestales”, afirma.

Les pregunto si en lo productivo esta hidrofobicidad podría tener también un impacto. “Desde el punto de vista de la conservación del suelo, yo creo que si hay alguna alarma que tiene que estar prendida, es en el manejo de situaciones en las cuales pueda, por alguna razón, descubrirse el suelo mineral”, responde Maximiliano.

“Con este indicador, en condiciones en las cuales se retira la cobertura vegetal, habría mayor sensibilidad que si el efecto no ocurriera. Y a su vez, esta situación sería algo mayor en eucaliptos que en pinos”, dice Mario. “La buena noticia para el sector productivo es que no hay efecto de la población, que eso sí lo testeamos”, agrega. En efecto, en el trabajo reportan que la hidrofobicidad no fue distinta en los predios forestados a distintas densidades, por lo que no sería una limitante para el crecimiento de los árboles.

“Yo creo que volvemos a lo que habla el forro de la tapa del libro de manejo y conservación de suelos y aguas. Un suelo cubierto es un suelo conservado. Entonces, manejar la cobertura en estos sistemas será manejar los tiempos de cosecha al mínimo. Reducir los tiempos de cosecha es benéfico para el suelo en términos del suelo como recurso productivo. No estamos hablando de aspectos vinculados a la biodiversidad porque eso no es parte de nuestro objeto de estudio. Pero lo que nos dice el manual es que si uno quiere conservar el suelo, tiene que tenerlo cubierto”, redondea Mario.

“Un ciclo para celulosa anda en los 11 años. En uno solo de esos 11 años es donde estaría el mayor riesgo, porque es donde se dan las operaciones de cosecha y laboreo, hasta que el monte cierra el dosel y queda protegido en términos de la precipitación”, agrega.

“Si hay que deslizar advertencias en términos de precaución, es ahí, en esas ventanas, desde que se cosecha un ciclo y se da el cierre de copa del ciclo siguiente, donde hay que tratar de mantener ese mantillo sobre la mayor proporción de suelo mineral posible para evitar que este suelo, que hemos visto que sin él expresa esa hidrofobicidad, tenga un eventual aumento del escurrimiento”, cierra Maximiliano.

Sin generar alarma sino conocimiento. Sobre esas bases, dijo Clemente Estable, no hay país pequeño. La forestación parecería estar aumentando la hidrofobicidad del suelo. Ahora que lo sabemos, veamos cómo esa pieza encaja en el marco general de la pérdida de pastizal.

Artículo: Differential effects on soil water repellency of Eucalyptus and Pinus plantations replacing natural pastures
Publicación: Revista Brasilera de Ciência do Solo (marzo de 2024)
Autores: Maximiliano González, Pablo González, Oscar Bentancur y Mario Pérez.